Los salarios de las castas

 

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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Factor fundamental para que la desigualdad sea la peste de nuestro tiempo son los salarios de altos ejecutivos de empresas, monopólicas o no; el de servidores públicos de los tres poderes públicos, órganos supuestamente autónomos y otros, comparados éstos con los de la mayoría, trabajadores, formales o no.

 

Como ha referido el maestro Javier Ortiz de Montellano, históricamente los de abajo han estado contra los de arriba, pero los de arriba han estado normalmente contra los de abajo tal vez como nunca en los últimos tres siglos, con sus variaciones producidas por guerras y eventos similares en el siglo XX, según refiere Thomas Piketty en su ya famoso El capital en el siglo XX (FCE, p. 262).

 

Es justo el economista francés quien, echando mano de los personajes más reales que literarios de Balzac, hace polvo las ilusiones de quienes creen, o han creído, que el éxito social está garantizado mediante los estudios, el mérito o el trabajo. El ejemplo más crudo en nuestro país son esos integrantes de lo que la falaz propaganda neoliberal ha denominado “millennials” (en realidad “Generación Fobaproa-IPAB”, sinónimo de fraude y saqueo privado pero socializado, es decir, con cargo a los impuestos ciudadanos) muchos de ellos en el desempleo o con salarios de verdadera miseria que no les alcanza ni para adquirir un automóvil, menos una vivienda a crédito, luego de crecer con la promesa de que a mejores estudios, mejores empleos y salarios. Ni uno ni otro.

 

A la vista se alza, pues, una sociedad de castas, profunda división social, moldeada con ficciones optimistas que buscaron únicamente contrarrestar toda suerte de profecías apocalípticas, aunque al final no lograron conjurar buena parte de sus efectos.

 

Primero, habría que analizar cuáles son las causas de tan elevados salarios en el sector privado, si éstos corresponden a eso que llaman “meritocracia” o verdaderas lumbreras de la tecnología o la producción, o si en esto algo o mucho tiene que ver el hecho de que las empresas donde laboran no contribuyen con sus impuestos a la hacienda pública o lo hacen a la neoliberal, es decir, bajos y con “retornos” puntuales de la respectiva secretaría.

 

Porque, por ejemplo, en la industria automotriz un director general llega a percibir hasta 185 mil pesos mensuales, esto es, 2 millones 200 mil pesos al año. Contra los 108 mil pesos mensuales (oficialmente) que ganará el próximo presidente de la república, según anunció el propio próximo titular del Ejecutivo y que al año suman un millón 296 mil pesos, la diferencia es que el primero no se hará cargo de la contaminación ambiental de sus vehículos y de las más de 20 mil muertes anuales vinculadas a la misma, tampoco de los miles de enfermos, menos de la cada vez más asfixiante circulación por la cantidad de unidades, pero el segundo sí.

 

No estamos hablando de talentos creativos u organizacionales, sino de responsabilidades (uno de producir y otro de resolver lo que resulta de la producción del otro, ambos a escalas demenciales).

 

Y comparado lo primero contra el salario promedio de un trabajador, es todavía más alucinante: según estudios de la neoliberal OCDE del 2016, un asalariado percibe alrededor de 160 mil 936 pesos al año, esto si se considera una jornada laboral de 40 horas a la semana y 48 semanas al año.

 

No conforme con ello, el salario está peor que en la Inglaterra del siglo XIX, con la llamada “Pausa Engels”, es decir, cuando las percepciones sufrieron uno de sus más severos estancamientos. Aquí ha ido en franca reversa.

 

Pues bien, un ejecutivo en nuestro país gana en promedio de un millón 416 mil pesos al año, es decir, casi nueve veces el salario promedio de un trabajador. El sueldo no incluye bonos y demás prestaciones económicas y financieras que puede recibir.

 

No incluyo a los CEO (oficial ejecutivo en jefe, la mayor autoridad en la jerarquía operacional de una organización) que ocupan asientos de firmas financieras multinacionales, pues son cifras bárbaras que, curiosamente, entre más grande es el fraude y la evasión fiscal más ceros a la derecha tienen los cheques de bonificaciones e indemnizaciones, esto en caso de quiebras. Claro, no pagan impuestos y aquí no es preciso investigar nada, sólo actuar.

 

Es necesario referir esto para tener una aproximación del problema de la desigualdad vigente y presuntamente “inevitable” según los epígonos del Ogro Salvaje.

 

Sirve para observar que si bien es cierto que los salarios en las altas esferas del poder público son más que insultantes (comparados con la mayoría) y peor están las cosas en el Poder Judicial, obedecen a esa visión de castas (no de élites, que es otra cosa).

 

Pero su próxima reducción en unos casos (ojalá se dé en todos) no va a servir de nada para cerrar la tremenda brecha existente entre pobres (la mayoría), ricos (políticos), muy ricos (ejecutivos) y mega-ricos (dueños o accionistas mayoritarios de los corporativos, ese “1 por ciento” del que pocos quieren hablar y hablan) mientras prevalezca el andamiaje fiscal que la ha impulsado. 

 

Dejarlo intocado y recalar sólo contra los titulares y burocracia de los poderes públicos, quedaría en un acto de prestidigitación política, por no hablar de demagogia en tiempos de ilusos.

 

Nadie está en contra de que la gente gane dinero (de ser posible, mucho), pero su distribución ha estado en manos de tecnócratas, economistas fallidos en papel de profetas y otros practicantes de la ciencia ficción, cuando lo que impone la situación es hacerse cargo de la realidad, transformarla a fondo, sin dogmas de por medio ni con meros actos para arrancar efímeros aplausos.

 

 

 

 

 

Deuda y momentos estelares de la histeria agonizante

 

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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Bombardeados como estamos sobre funerales políticos anticipados, con toda suerte de necrófagos al acecho de presuntos cadáveres económicos también, además de toda la cháchara apocalíptica (digna de lúgubres astrólogos) luego de los resultados del pasado 1 de julio, el tramo final de este sexenio ofrece momentos en los que la realidad no satisface a muchos y optan por refugiarse en la ficción y protagonizar algunos episodios de histeria.

 

Resueltos a pasar a la posteridad como unos practicantes más entre la espesa legión de prestidigitadores económicos y políticos que anunciaron futuros felices en las últimas cuatro décadas, sin que llegaran, personeros del gobierno federal rubricaron la doctrina del engaño mediante actos de forzada simulación.

 

En esa forma y con un pie en el estribo, el gobierno de Enrique Peña Nieto dio a conocer que “México es el único país del G-20 que ha bajado su deuda”, en relación con el tamaño de su economía ya que de 48.7 por ciento pasó a 42.4 por ciento del PIB.

 

¿Cómo se apagó, supuestamente, la mecha del barril de pólvora de los más de 10 billones de pesos sobre el que se sentará el próximo gobierno?

 

          Bien. Pues resulta que esta aparente reducción de la deuda pública como porcentaje del PIB para 2018 no se debe a una menor deuda pública, que siguió creciendo este año, sino a que el PIB nominal va a ser mayor como consecuencia de una mayor inflación a la estimada, y eso hace que aparezca relativamente menor como proporción del producto interno bruto. (Y ya está, listo para las estadísticas). “La mentira cabalga sobre la deuda”, diría Franklin sobre los vicios de timar y de tener acreedores a lo bestia.

 

El hecho es que con Peña Nieto la deuda que recibió de 5.4 billones en el 2012, se disparó a 10.88 billones de pesos al cierre del 2017, año en el que, por cierto, el gasto de capital (desarrollo de infraestructura, como carreteras, puentes, escuelas, hospitales, centros deportivos, etcétera) registró una caída de 36.7 por ciento (SHCP), hilando así tres años consecutivos de baja inversión oficial.

 

Eso sí, sólo el pago de intereses por esos más de 10 billones de pesos alcanzará este año los 600 mil millones de pesos. En 2017 se pagaron 525 mil millones de pesos.

 

En redondo, al final del sexenio se estima que únicamente por intereses la tecnocracia neoliberal habrá echado mano de los recursos de todos los mexicanos del orden de los 3 billones de pesos.

 

Negar o maquillar un hecho no lo elimina, pero hoy se sabe que ya no son sólo dos, sino tres, los métodos “normales” para liquidar pasivos: aumentar los ingresos o disminuir los gastos… o echar mano de las prestidigitaciones mentirosas más torpes, nada más para confirmar el dogma.

 

¿Cómo se llegó hasta esos niveles? ¿En qué se utilizó ese dinero? Eso es lo que menos han preguntado los “especialistas” ni criticado los supuestos “críticos”. En buena medida, los inversionistas especuladores locales y extranjeros que han apostado duro a los vaivenes del peso frente al dólar durante todo el sexenio, hecho combinado con el incremento en la tasa de interés de Estados Unidos, podrían responder.

 

El silencio cómplice en ese y otros muchos casos, difiere de las reacciones exageradas, con muestras de excitaciones intensas, ante el cambio de gobierno. Con cargo al autor de los nuevos “mandamientos” políticos (“No robar, no mentir y no traicionar al pueblo”) se han anticipado toda clase de calamidades en los próximos seis años.

 

          Cierto es, como aseguró Cervantes Saavedra, que hay que desconfiar del caballo cuando se está detrás de él, de los toros cuando los tiene uno enfrente y de los clérigos y religiosos, de todos lados, y ése sería el caso ante el nuevo evangelio. Pero todavía sobre el pecho del tabasqueño no ha sido colocada la banda presidencial, bueno, ni siquiera ha sido declarado “Presidente electo” por las autoridades correspondientes, y ya se hizo de su gobierno el más mentiroso,  el más corrupto, el más amoral, integrado, claro, por gente de lo peorcito.

 

Es cosa de ver, por ejemplo, el desgarramiento de vestiduras, tirándose de los cabellos, con el nombramiento de Octavio Romero Oropeza como titular de Petróleos Mexicanos (Pemex), y el de Manuel Bartlett Díaz en la Comisión Federal de Electricidad (CFE). 

 

A Romero lo acusan del grave delito de falta de experiencia en asuntos energéticos, subsanada por gozar de la amistad de Andrés Manuel López Obrador, del que fue Oficial Mayor en el gobierno de la Ciudad de México. Preguntas: ¿A quién esperaban? ¿A Emilio Lozoya o a algún ejecutivo de Odebrecht? ¿Acaso la resurrección de Jorge Díaz Serrano o del empedernido tirador de dados en Las Vegas, Salvador Barragán Camacho?

 

          En cuanto a Bartlett, se le recuerda como el orquestador de la “caída del sistema” en 1988, fraude que impidió a Cuauhtémoc Cárdenas llegar a Los Pinos por el Frente Democrático Nacional, el cual también postuló a López Obrador para la gubernatura de Tabasco pero perdió frente a Salvador Neme Castillo. Aquí resaltan las críticas al operador, omitiendo al beneficiario, Carlos Salinas de Gortari. Pero la oposición a su nombramiento es porque, dicen, tiene el perfil y experiencia más en asuntos truculentamente electrizantes, que eléctricos. ¿A quién esperaban? ¿A Alfredo Elías Ayub, a Néstor Moreno o Alejandro Morales para otros fraudes por 300 millones de pesos y enviar a una cajera a la cárcel por denunciarlo? ¿A Enrique Ochoa Reza para luego, ilegales y millonarias liquidaciones de por medio, enviarlo a revivir despojos tricolores?

 

Sin duda su nombramiento es más que polémico, pero no se pueden ignorar  sus posturas y varias de sus obras sobre temas como “Reforma energética anticonstitucional, privatizadora y desnacionalizante” (coautoría), “El debate sobre la reforma eléctrica”, “El petróleo y Pemex, despojo a la nación”, y otros textos que lo que menos reflejan es falta de perfil o de conocimientos.

 

De esto se colige que los gritos en torno de la designación no son tanto por el “pesado expediente” ni por el “perdón”, otorgado además por uno de los directamente agraviados, sino por la intención. Otros episodios guardan histerias semejantes.

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