Sobre los “gobiernos baratos”

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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Desde el siglo XIX, varios de los considerados “liberales moderados”, como el escritor Manuel Payno, se mostraron totalmente partidarios de los “gobiernos baratos”. En estos tiempos propicios para el debate de ideas y hasta de torneíllos casi literarios en torno de posturas políticas y económicas, incluidos episodios de entretenimiento pasados como textos científicos, siempre valdrá la pena invocar a los difuntos y revisar sus reflexiones.

 

Antes de entrar de lleno, es conveniente aclarar que este postulado no es ningún antecedente del inverecundo espíritu de cierta clase política del estado de México que, en voz de Carlos Hank González, uno de los más fieles representantes del Grupo Atlacomulco que místicamente lidera Isidro Fabela Alfaro y secunda su parentela, resumió los fundamentos de la muy socorrida doctrina del no tan viejo ni desplazado régimen para alcanzar el éxito en la vida pública nacional: “Un político pobre, es un pobre político”.

 

Agréguese que ello supondría, según la corrupta “filosofía” hankiana, que un “gobierno pobre es un pobre gobierno”, y que todo intento de ahorro o mesura en los gastos de la administración pública, por mínimos que sean, en realidad son parte de una nueva estafa, una pantalla para afilar los dientes y arremeter con más fuerza contra los ciudadanos a la primera oportunidad.

 

Digresiones breves sobre biografías políticas tenebrosas aparte, el exministro de Hacienda y autor de Los bandidos del río Frío consideraba a los gobiernos como una “fatal necesidad”, pero no dejó de llamar a contribuir al erario público, vía impuestos”, porque “es una de las cargas de todos los que viven en sociedades civilizadas”.

 

Fue más allá: “Las contribuciones deben ser igual y equitativamente repartidas…”, sugirió, censurando a quienes “declaman contra ellas” (Periodismo político y social”, Manuel Payno, tomo I, Obras Completas).

 

Curiosamente, los “dardos liberales” del también exdiputado Payno incluyeron a “furibundos socialistas” italianos de su época que en ese tiempo llamaban, como hacen los partidarios del Ogro Salvaje Neoliberal, a echar abajo sistemas de aduanas, garitas, exigiendo “horca y cuchillo para los recaudadores”, “horror y anatema para las leyes de impuestos y que cada quien pague o no pague lo que quiera”.

 

A final de cuentas, Manuel Soria Payno Cruzado creía que “la tierra es de todos” y que “la madre naturaleza no tiene entenados: todos somos sus hijos”, y por tanto había que contribuir.

 

Un “gobierno barato”, decía, debe “tomar con moderación del público la parte absolutamente necesaria para formar el erario, y dar a todo el producto una inversión justa, económica y pública, porque los dineros son de todos y para todos”, y donde “hasta el miserable que vende dulces o juguetes tiene derecho a saber en qué se gastan”.

 

Al mismo tiempo, el también periodista y diplomático postuló que un “gobierno barato” no debe “sofocar ni el libre cambio, ni la expedición de negocios, ni destruir poco a poco la riqueza”, moderando para ello su actuación y sus gastos.

 

Los supuestos “liberales” de la época estarán en desacuerdo en casi todo, con excepción de lo último, pues  su doctrina establece que preferible la concentración de la riqueza a la distribución o destrucción de la misma.

 

Sin embargo y según lo descrito por Payno, estos presuntos “liberales” han resultado ser más socialistas que los “furibundos italianos” referidos por Payno, por aquello de que cada quien pague lo que quiera (especialmente entre los miembros del “1 por ciento” que concentran la riqueza nacional y acumulan por acumular).

 

Esto, como ha quedado probado, ha fomentado no “gobiernos baratos” sino “gobiernos pobres” y desmantelados (incapaces de invertir pero, eso sí, con gobernantes ricos), los cuales al final han terminado por ser “pobres gobiernos”, es decir, gobiernos con una pobre recaudación y un pobre desempeño (burdos plagiarios, además, de la escuela de gobierno espartana que enseñaba a sacar las contribuciones de los bolsillos de los ciudadanos “sin que éstos lo sintieran”, como recordó el citado escritor).

 

La advertencia es clara: no hay razón para que ningún “gobierno barato” deje de recaudar, tanto “arriba como abajo” (por no referir divisiones entre “minoría rapaz” o “mafia del poder” y el resto), so pena de condenarse a concluir como un “pobre gobierno” más.

 

 

 

De la pobreza como máscara de

la esclavitud y el afán de rapiña

 

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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En la semana se dieron a conocer dos situaciones que ofrecen el retrato preciso de la vida pública canalla que, durante décadas, se ha querido “ofertar” como lo mejor que le puede pasar a millones de mexicanos. De un lado, los muy pobres criterios para medir la pobreza que intentan maquillar el fenómeno y de otro, el asalto a la hacienda pública denominado como “exenciones fiscales”, un boquete que alcanza los 870 mil millones de pesos, cerca del 15 por ciento del producto interno bruto (PIB).

 

Pensaríase que son cosas distintas y nada tienen qué ver, pero todo se entrelaza y una, la pobreza, muestra parte de sus resortes en el otro, ese atraco institucionalizado que favorece la concentración de la riqueza y la acumulación por la acumulación.

 

En cuanto a la pobreza, las escaramuzas originadas por las metodologías empleadas por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) y el Consejo de Evaluación del Desarrollo Social de la Ciudad de México (Evalúa), revelaron distintos anteojos para ver al mundo: uno, el primero, que cree que un ingreso diario de 98 pesos para el medio urbano y 65 para el rural, es suficiente para tener una vida digna, con alimentación, transporte, vivienda, pago de servicios, educación y salud, y otro, el segundo, que estima que las percepciones deben ser, como mínimo diario, 156 pesos para zona urbana y 142 para la rural.

 

Con esos parámetros, el Coneval reportó 52 millones de pobres en el país, con 9.3 millones en pobreza extrema, mientras que Evalúa calculó 90 millones de pobres, con 44 millones en situación extrema.

 

En todo esto y con independencia de la objetividad de los saldos, es un hecho probado que el estímulo de la riqueza en manos de unos pocos genera la “acumulación por la acumulación”, es decir, no se invierte en la economía productiva sino financiera, particularmente la especulativa, y en consecuencia, hay más pobres. La ecuación es simplemente brutal y hay que remarcarla: a mayor concentración de la riqueza, mayor pobreza.

 

En este sentido, en esta semana se difundió con el decente pero encubridor término de “exención fiscal”, un atraco en despoblado que, además, goza de impunidad jurídica.

 

Para el ejercicio fiscal del año próximo, se calculó que 870 mil millones de pesos no ingresarán al erario; esto significa 15 por ciento del PIB, como ya se dijo, y es mucho más, casi 145 mil millones de pesos, de lo que se paga anualmente por los intereses de la deuda (725 mil millones de pesos para este año), la cual rebasa los 10 billones de pesos.

 

Sumados estos rubros, el abismo se traduce en un billón 595 mil pesos, de los 5 billones 814 mil 291 presupuestados para el gasto de este año. Una barbaridad para favorecer no la inversión productiva, con lo cual se podría reducir la pobreza, sino la acumulación y la especulación.

 

Se imponen, entonces, modificaciones sustanciales. Exenciones fiscales, sí, quizás con un porcentaje vinculado al monto de inversión productiva, no a trapicheos contables ni fraudulentos escapes leguleyos.

 

A mediados del siglo XIX el filósofo alemán Arthur Schopenhauer estableció que la diferencia entre pobreza y esclavitud únicamente es el nombre. Al final, aseguró, el ser humano termina por ser explotado en beneficio de otros, muy pocos (cosa de ver las condiciones laborales de millones de empleados “formales”, tanto en el sector privado como en el público).

 

“Pobreza y esclavitud no son más que dos formas, casi se podría decir que dos nombres, de una misma cosa cuya esencia consiste en que las fuerzas de un hombre en gran parte no se aplican en su propio favor sino en el de otros; de ahí se deriva, por un lado, su sobrecarga de trabajo y, por otro, la escasa satisfacción de sus necesidades”, reflexionó (Parerga y paralipómena II, Sobre la doctrina del derecho y la política, Capítulo 9, tomo II, pp. 257-263).

 

La diferencia entre ser pobre y ser esclavo, pues, está más en la forma que en el fondo y, según Schopenhauer, la “causa más remota”, el origen de “aquél mal que, bien con el nombre de esclavitud o con el de proletariado, ha pesado en todo tiempo sobre la gran mayoría del género humano”, es el lujo.

 

“En efecto, para que unos pocos tengan lo prescindible, superfluo y refinado, incluso para que puedan satisfacer las más fingidas necesidades, se ha de emplear una gran medida de las fuerzas humanas disponibles y, por lo tanto, privar al necesitado de la producción de los bienes indispensables”, sustentó el considerado campeón del pesimismo.

 

Y “mientras de una parte subsista el lujo, de la otra tendrá que subsistir necesariamente el trabajo excesivo y la mala vida, bien sea con el nombre de pobreza o de esclavitud, de proletarii o de servii.”

 

Aunque va junto con pegado, cámbiese “lujo” por el rapiñero fenómeno de la “acumulación por la acumulación” por parte de enfebrecidos personajes financieros, banqueros, casabolseros y empresarios, todos pasados por “inversionistas” o metidos en el saco del alcahuete y abstracto término de “los mercados”, y se tendrá a la vista el problema a enfrentar.

 

Schopenhauer hablaba de las circunstancias de su época, sí, lo cual no lo convierte en profeta ante la situación presente, pero con él se puede asegurar, de menos, que “nos alcanzó el pasado”. Lo que hace la diferencia de la suya con la nuestra, y con otras, es la combinación del tono que describió fielmente el diagnóstico, seguido de acciones realmente transformadoras (ojalá aquí también se obre el milagro de que el pasado nos alcance).

 

 

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