Amar es la única consigna

Gerardo Fernández Casanova
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Amar significa desear, procurar y hacer el bien e implica el rechazo y el combate al mal. Sin esta segunda condición, el amor se convierte en simple declaración mística ajena a lo que es humano. El poder sólo se justifica en el servicio a los demás, de no ser así, sea por acción o por omisión, deviene en instrumento del mal. La pandemia del covid-19 ofrece el escenario de comprobación de lo anterior; todo el poder del Estado se ha volcado a combatirla y salvar el mayor número de vidas posible en un ejercicio pleno de amor a la humanidad. Pero el mal también juega su papel en la denostación, la mentira y el infundio que busca hacer fracasar la acción afirmativa del Estado, sin más objeto que satisfacer su odio y el resentimiento por el poder perdido.

          Los humildes no odian. Cinco siglos de adoctrinamiento cristiano le han impuesto la condición de tolerar y de perdonar, aceptando el sufrimiento como peaje a una eternidad de felicidad y con la satisfacción de que los ricos no podrán pasar por el ojo de la aguja de la entrada al cielo; así hasta lamen la mano que los apergolla, mientras sus adoctrinadores comparten los placeres de los ricos, ambos eficaces conservadores del estado de la ignorancia y la superstición, situación que les permite mantener a la masa sometida a sus caprichos y privilegios.

         Pero un discurso de amor que le inculca la idea de que la felicidad es aquí y ahora; que la sociedad y el Estado les colocan en el primer sitio del compromiso para darles la mano y emparejarlos con los demás ha cundido en lo profundo, al grado de elegir a su postulante para encabezar el esfuerzo de convertirlo en realidad, obligando a los que se oponen a cometer fraudes y tropelías para evitar que tal afán se cumpla.

          Por su parte, los poderosos no saben amar, pueden querer e idolatrar su propio y peculiar poder, ese que solamente sirve a sus privilegios e intereses, el que sirve para acumular riquezas materiales no siempre bien habidas. Por eso aplican todo su poder en defenderlos y conservarlos; odian a quien pueda simplemente limitárselos como si fueran a robárselos. No cabe en ellos la idea de cultivar su riqueza compartiéndola mediante sanas inversiones que generen empleos bien pagados y ofrezcan vida digna a quienes son los verdaderos productores de su riqueza. Ofrezco una disculpa por la generalización, pero la excepción confirma la regla. La regla es el regateo y el escamoteo de los derechos del trabajador; la evasión fiscal; la fuga a paraísos del anonimato y el lavado de dinero en Andorra y tantos otros sitios de la impunidad.

          Se discuten en el legislativo leyes para eliminar el outsourcing o para regresar a la nación el poder sobre sus recursos naturales y sus actividades estratégicas como es la energía eléctrica, en las que suponen actitudes confiscatorias, que no lo son, aunque debieran serlo dada la forma corrupta en que fueron gestados sus contratos. La propiedad y la empresa son respetadas con apego a la ley, pero sin concesiones que mermen la posibilidad de una justa distribución de la riqueza y mantengan la desigualdad que nos agobia a todos.

          El odio que destilan esos poderosos se expresa de manera cotidiana; odian al presidente AMLO y hasta desean que no se recupere del covid-19 del que fue contagiado; odian las formas de comunicación directa con las que el López Obrador mantiene informada a la población; odian los programas que entregan dinero efectivo a los más vulnerables; odian las obras públicas que conducen a la recuperación del crecimiento soberano. Odian todo y de todo quieren sacar raja.

          Opera un cuarto de guerra opositor que todos los días envía las señales del ataque oprobioso, el que en sincronía es repetido por los medios de desinformación, escritos o audiovisuales; periodistas subvencionados; intelectuales orgánicos; académicos interesados y toda una pléyade de politiqueros vociferando la diatriba y el denuesto. Criminales que envenenan las mentes con la confusión ante las medidas de combate a la pandemia, que se llevan entre las patas la salud de la población. Apátridas que buscan aliento allende la frontera norte en memoria de quienes trajeron a Maximiliano y la invasión francesa; son los mismos que ahora dicen Sí Por México, sin aclarar a qué sí y a qué México; el suyo desde luego.

          El pueblo de México no cae en el engaño ancestral. No pasarán.

          Amar es la única consigna.

 

 

El insoportable complejo de la inferioridad

Gerardo Fernández Casanova
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Cuánto nos ha pesado a los mexicanos la carga histórica de la inferioridad auto alimentada y cuánto nos ha costado. A despecho de una enorme herencia ancestral, plena de grandes demostraciones de culturas milenarias de enorme relevancia, prevalece un sentimiento de frustración a partir de la conquista española del cual no hemos podido sacudirnos. De la condición de súbditos de la corona de España transitamos a la de lacayos del yanqui, sin levantar la cabeza para ver más allá del ombligo y, cuando a alguien se le ocurre la desmesura de pensar en grande, se le tilda como un “peligro para México” o como el orate que se atreve a hablar de soberanía y a valorizar la dignidad de ser nación independiente, pero que ha calado profundo en la conciencia del pueblo raso, del que no goza de las mieles de que hace gala el gato de angora que luce gustoso el cascabel que adorna su dogal; el pueblo que finalmente supo que tiene poder y que toma en sus manos las riendas de su destino. Tuvo que llegar un líder para convocarnos a la revolución de las conciencias, que ya se está dando por sí misma y no habrá poder que la detenga.

          Ya no aceptamos que vengan a decirnos que no somos capaces de procesar una pandemia que ha destruido a naciones supuestamente superiores; que tenemos que someternos al yugo del endeudamiento para recuperar nuestra economía. Tampoco aceptamos que las agencias gringas hagan lo que les plazca en nuestro suelo por el hecho mismo de ser gringas y, consecuentemente, aceptar un juicio a un mexicano burdamente acusado. Menos aceptamos que desde Wall Street determinen cómo debemos conducir nuestros afanes de progreso, mediante recetas fracasadas. Todavía menos podemos aceptar que los grupos de pseudo mexicanos de rancia prosapia lacayuna, pretendan detener el tiempo y regresarlo al de la corrupción y la ignominia; no importa cuánto griten y vociferen contra el nuevo estado de las cosas. El tiempo nuevo, el México de hoy, ya no es el mismo que manejaron a su antojo durante siglos; hoy resurge la grandeza de la raza por la que habla el espíritu, sin afanes de supremacía, pero sin complejos de inferioridad.

          Este año recordamos quinientos de la caída de la Gran Tenochtitlan y doscientos de la consumación formal de la independencia. Son fechas de contradicción, hitos de nuestra historia que marcan una realidad traumática y dramática no cabalmente procesada. La conquista española destruyó nuestra grandeza ancestral pero construyó una nueva cultura mestiza que es nuestra realidad actual, susceptible de alcanzar también la riqueza de sus vertientes originarias: la autóctona y la invasora. Rechazar una y valorar la otra sólo sirve para sumirnos en el desconocimiento de los valores de lo que somos hoy. Elevar la mira para reconocernos podrá sumar las excelencias de ambas vertientes y consolidar el orgullo de la mexicanidad en toda su magnitud, aboliendo toda suerte de discriminaciones y de racismos; haciendo a un lado la desesperada búsqueda de patrones ajenos, por más exitosos que se nos quieran presentar.

          Conmemorar hoy las fechas que marcan la contradicción es la fórmula de la recreación o la refundación de un México que puede y debe reconocerse en el orgullo de la pertenencia y de la identidad. No más complejos de ser menos que nadie, tampoco más; simplemente mexicanos hermanos de la humanidad, con pleno derecho a ser soberano e independiente, pero que por su propia historia ofrece respeto y exige ser respetado.

          Lamento mucho que la facción conservadora no se haya dado la oportunidad de intervenir afirmativamente en este proceso y que asuma una actitud acomplejada y anacrónica, distrayendo su caudal de recursos en la difamación en vez de aportarlos a la construcción del México nuevo; que rumien odios en respuesta a la convocatoria del amor patrio y humanista. Ellos se lo pierden, ya ni en Miami podrán ser felices.

          En la hora de la reflexión sobre lo que somos y queremos ser, la palabra la tiene el pueblo y nadie más. Habrá que hacerla escuchar para transformar. Amar es la única consigna.

 

 

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