Correr y no avanzar

Jorge Faljo / Faljoritmo
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Un párrafo del famoso libro de Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas, es particularmente preferido y citado por biólogos y economistas. De ahí proviene la muy importante hipótesis, o efecto, de la Reina Roja. Una reflexión fundamental para entender el mundo en que vivimos.

En la narración Alicia y la Reina Roja corren velozmente, pero, cuando se paran a descansar, Alicia dice, todavía jadeando bastante: “Pero ¿cómo? ¡Hemos estado bajo este árbol todo el tiempo! ¡Todo está igual que antes! En mi país cuando se corre tan rápido y durante tanto tiempo se suele llegar a alguna otra parte.”

A lo que la reina contesta” ¡Un país bastante lento el tuyo! Aquí es preciso correr mucho para permanecer en el mismo lugar; para llegar a otra parte hay que correr por lo menos el doble de rápido”.

Para los biólogos la hipótesis de la Reina Roja alude a la evolución de las especies; es necesario estar en adaptación continua para poder simplemente sobrevivir, porque las demás especies también cambian. Por ejemplo, el ser humano desarrolla continuamente defensas contra los virus, bacterias y hongos que lo asaltan; pero estos últimos evolucionan, se recrean y vuelven a ser peligrosos. Es una carrera sin fin.

Desde la perspectiva militar la situación es parecida. Cada una de las grandes potencias está en una carrera para desarrollar armas más poderosas. Pero su seguridad no mejora porque al mismo tiempo las otras potencias mejoran sus defensas y armamento. Los países corren mucho, pero no consiguen estar más seguros.

En el caso de la economía de libre mercado el efecto Reina Roja puede aplicarse a la competitividad. Se puede hacer un notable esfuerzo en mejorar la productividad mediante avances tecnológicos para finalmente seguir estando en el mismo nivel de competitividad. Una mala noticia para países como el nuestro porque para cuando aquí aplicamos una nueva tecnología, seguramente comprada en el extranjero, los otros ya van dos pasos adelante.

No es posible dejar de correr, pero para llegar a otra parte hay que correr por lo menos el doble, nos diría la Reina Roja. O, tal vez, correr por otro camino.

Esto que podría ser visto como divagación, deriva, lo confieso, de mi lectura del Segundo Informe presidencial. Cierto que hay esfuerzo. Corremos a todo lo que podemos y, sin embargo, parece que no basta. Sobre todo, no es suficiente en un “annus horribilis” como, hablando de reinas, seguramente lo llamaría Isabel de Inglaterra.

Un ejemplo de avance lo da el Informe presidencial al destacar que el año pasado el salario mínimo subió 16 por ciento y este año en 20 por ciento. Es ciertamente importante, sobre todo porque se abandonó aquella política de contención salarial que era más bien de empobrecimiento deliberado de los trabajadores. Se rompió con el esquema anterior que, de 1976 el año de mejores ingresos para los trabajadores–, al 2018 se deterioró el salario mínimo en algo más de 75 por ciento. Es decir que se requerían cuatro salarios para comprar lo mismo que 40 años antes.

Ahora con la pandemia ocurre un hecho paradójico y absurdo, crece el ingreso real promedio. Esto se debe a que la destrucción de empleos se concentra en los de más bajo ingreso y les va menos mal a los de ingreso medio y alto.

Vuelvo a que los aumentos salariales del año pasado y de este rompen con el estrangulamiento de décadas; pero no son todavía un cambio de fondo.

¿Cómo es que el salario mínimo mexicano es de unos 174 dólares mensuales mientras que los de Guatemala y Uruguay superan los 380 dólares mensuales? Los salarios de los mexicanos son, de acuerdo a la Constitución, francamente ilegales. Porque esos salarios por ley deberían ser suficientes para el sostenimiento de una familia.

Y, ¿cómo es que con uno de los salarios más miserables los mexicanos con empleo son los que mayor número de horas trabajan entre los países de la OCDE? Porque de acuerdo a la OCDE los mexicanos trabajaron un promedio de 2,137 horas en 2019. Los españoles, 1,686; los japoneses, tan famosos por su ética laboral, promediaron 1,644; los alemanes 1,386 y los daneses 1,380.

Si los que se oponen al incremento salarial salen con el rollo de que subir salarios va a destruir empleos y empresas, hay que decirles que los estudios de la Organización Internacional del Trabajo señalan que en algunos casos sí, y en otros no. Depende más bien del modelo económico en su conjunto.

En México la estrategia de bajos salarios no fue tan solo para competir en la jungla global; se asocia más bien al profundo desprecio que las clases altas tienen por los pobres. Es decir que las causas de la inequidad extrema se asocian a las de la corrupción extrema; la falta de ética, de moral y del más elemental humanismo.

La manera en que el sistema impuso las elevadas cargas laborales y bajos salarios que soportan los mexicanos fue la subversión, compra o destrucción de sus organizaciones. Sindicatos blancos, corruptos y un entramado legaloide contrario a los derechos de los trabajadores.

Subir los salarios es contrario al interés de cada empresa en particular. Al mismo tiempo a la enorme mayoría de las empresas, las no exportadoras y que producen bienes de consumo para el mercado interno, les convendría que la población tuviera más dinero en el bolsillo. Es un caso claro en el que el interés de cada empresa es contrario al interés general de todas ellas.

Subir salarios no es solo un tema de justicia social; requiere de otra estrategia de crecimiento orientada por el fortalecimiento del mercado interno y la producción para nosotros. Ahora, con un planeta semiparalizado por la falta de demanda, que ya existía y empeoró este año, y con las fábricas trabajando muy por debajo de su capacidad, generar trabajo para los mexicanos requiere de la protección de los productores nacionales.

Eso sería correr; correr al doble para realmente ir a otro lado demanda mucho más. Dignificar el trabajo, aumentar salarios y darle tiempo libre a los trabajadores para estar con la familia y, sobre todo, asegurar que los ingresos de los trabajadores se destinen al consumo de productos nacionales.

 

 

Aterrizar los canales de venta

Jorge Faljo / Faljoritmo
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El pasado 3 de agosto compré en Amazon una libra, algo menos de medio kilo, de linaza molida, un excelente digestivo, a 112 pesos. El 21 de agosto pensé volver a encargarla y costaba 160 pesos. Era exactamente el mismo paquete. Así que, con las precauciones debidas, fui a una tienda naturista y compré la que acostumbraba tomar antes del confinamiento. Ahí el precio era de 30 pesos el medio kilo. Y los dos son básicamente lo mismo, linaza molida importada de Canadá.

La distinta tendencia y la disparidad de precios es impresionante y debería hacernos meditar en lo que está sucediendo. Porque lejos de ser algo aislado ilustra lo que ocurre a gran escala.

El acceso al mercado, es decir a los consumidores, y concretamente a un mecanismo de comercialización, determina la rentabilidad del producto y de hecho la suerte de la producción. Algo de extrema importancia ahora que la pandemia reduce fuertemente los ingresos de la población, disminuye las compras de todo tipo y provoca que se paralice la producción.

Jeff Bezos, presidente de Amazon y poseedor del 11.2 por ciento de sus acciones acrecentó su fortuna de 74 a 196 mil millones de dólares en este año de grave crisis económica y empobrecimiento masivo. Él es ahora el más rico del mundo. Representa también una disparidad de tendencias, como la del precio de la humilde linaza. Y es que estas dos incongruencias están relacionadas.

Amazon se ha convertido en el principal mecanismo de venta directa a consumidores del planeta. Es ahora un poder gigantesco que determina la suerte de los productores.

Las posibilidades de sobrevivir y de mayor rentabilidad para los que venden en la gigantesca distribuidora de internet son mucho mayores a las de los que venden en las cadenas de supermercados, en los mercados tradicionales, en los tianguis o, volviendo al principio, en las redes de tiendas naturistas.

Dime en que canal de comercialización vendes y te diré como te irá en este caos sanitario y económico. Los distintos mecanismos de distribución, del internet al tianguis, están operando como mercados diferenciados.

Viene esto a cuento porque la pandemia, con su confinamiento, ahorca de manera brutal al consumo y a la producción y realmente no se sabe cuándo acabará el estrangulamiento. El director general de la Organización Mundial de la Salud, doctor Tedros Adhanom, plantea que podríamos superar el problema en un par de años al mismo tiempo que llamó a innovar respuestas. Algo que por cierto empieza a hacerse con éxito desde abajo y rompiendo camisas de fuerza, en varios países. Pero ese es otro tema.

De momento el virus resurge de maneras inesperadas incluso donde ya se le consideraba vencido. Como en Nueva Zelanda. Es decir que el golpeteo seguirá por largo tiempo y la gran pregunta es: ¿Quiénes, hablando de productores, sobrevivirán?

Si el nuevo gran mercado, fuera solo Amazon, la enorme mayoría de los productores están condenados a perecer. Porque el acceso a este distribuidor es todavía más difícil de lo que ya era el acceso a Walmart o las otras cadenas.

Estados Unidos es muy claro sobre lo que espera y exige del nuevo TMEC: incluso mayor apertura a sus exportaciones, y de pasadita, una fuerte elevación de salarios en México, que nos viene muy bien, pero que disminuye la competitividad de la producción nacional. Y no éramos muy competitivos; simplemente ensamblábamos piezas chinas. Algo que también limita el TMEC.

Así que tenemos que repensar cuanto de lo mucho que todavía conservamos de nuestro neoliberalismo patito tenemos que abandonar. Hay que repensarlo todo en términos de mercados; así, en plural.

Una gran propuesta del Plan Nacional de Desarrollo es la autosuficiencia alimentaria. Pero la experiencia es clara: no podemos llevar a los pequeños y medianos productores a salto tecnológico que les abra el acceso para vender en Amazon, o en Walmart. Vaya ni siquiera Diconsa les compra.

Pero si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña.

Nuestros productores, incluso los industriales, vienen reclamando desde hace años que exista un mercado nacional y no ser el furgón de cola de las locomotoras China y estadunidense. Si no pensamos en mercado nacional y política industrial de veras, nos va a cargar la trampa, por decir lo menos.

Donald Trump acaba, con todo y TMEC de imponerle aranceles a las importaciones de aluminio canadiense y también está en guerra comercial con China. Sostiene que su industria está en riesgo y eso es motivo para alterar las reglas neoliberales del libre comercio, incluso con tratados. Es también una señal de lo que está en juego. ¿Qué productores sobrevivirán?

Con la alimentación y el campo la situación es peor. Estados Unidos, una gran potencia agroalimentaria, espera que seamos mejores clientes gracias al TMEC. Pero nuestra seguridad alimentaria está en juego, básicamente porque cedimos la soberanía en esta, como en otras materias.

Dignificar la vida rural, abatir la inequidad y disminuir la emigración por hambre requieren de la autosuficiencia alimentaria no solo a nivel nacional, sino escalonada en regiones y comunidades. Mucho de lo que requieren los pueblos para vivir bien ya eran capaces de producirlo, pero perdieron su propio mercado al mismo tiempo que no tienen acceso a Amazon, Walmart o Diconsa.

Hay que reconstruir el intercambio local para reactivar, proteger y reforzar las capacidades de producción populares, que son muchas. La propuesta es que las transferencias sociales, una forma de creación de demanda, en lugar de que sigan acarreando a los consumidores pobres hacia Walmart, Oxxo y Elektra, en los que la mayoría de los productores de bajos ingresos no pueden vender.

Si, en cambio, se inyectan capacidades de consumo para canales de distribución que les compren a los productores rurales micro, campesinos e indígenas, habrá un doble efecto. Elevará el consumo y despertará la producción local que ha sido noqueada en las últimas décadas.

La fórmula no es difícil. Apoyar el consumo con transferencias en forma de vales para compras locales, regionales y nacionales, en ese orden. Esto no demanda construir una infraestructura bancaria y si evade a las organizaciones criminales. Pero sí requiere voluntad política y reconvertir al gran sistema de 30 mil tiendas Diconsa, operadas por los pueblos, en un mecanismo de intercambio apropiado a la gran creadora de empleo, la producción social, campesina e indígena.

¿Tendremos voluntad y fuerza para dar este paso? Nuestra supervivencia lo exige.

 

 

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