La casa de las golondrinas

Ricardo Bravo Anguiano.
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Gran parte de los habitantes de la Ciudad de México (Cdmx) hoy en día, tienen antecedentes de sus padres o abuelos que migraron en determinado momento, de los estados del país a esta hermosa capital, en busca de mejores oportunidades de vida. De ellos, la mayoría proviene de comunidades rurales pobres; que es el escenario donde se desarrolla la trama de esta novela.

La historia se desenvuelve en un ranchito, donde una familia humilde construye su casa, y casualmente un par de golondrinas enamoradas la eligen, como su residencia. Ellas le dieron en agradecimiento, un buen ejemplo de vida, que normó la conducta de aquella familia a través de los años. 

Estaba sellado por el destino, que el futuro de los hijos de esa familia sería la vida rural sencilla, limitada y sin esperanzas de progreso. El escenario lo decía todo. La parcela ejidal, de tierras flacas de temporal del papá, no le permitía alimentar a la familia en crecimiento, por lo que se aventuraba con sus amigos cada año o año y medio, como bracero para trabajar en labores agrícolas en el vecino país del norte, dejando a la esposa e hijos pequeños al cuidado de sus papás, aun cuando ellos y las hijas nunca quisieron a Lupita como nuera y cuñada. Fueron momentos dramáticos los que vivió esa mujer, cuando en ausencia del esposo, no tenía qué darles de comer a los niños al día siguiente. Lo peor ocurrió, cuando por falta de recursos económicos y de atención médica oportuna, murieron a temprana edad,  en tiempos distintos, tres de los once hijos que tuvo aquella pareja.

Lupita enseñó a los hijos a leer y escribir antes de que entraran al primer año de primaria. Agustín enseñó a los hijos-varones a cultivar la tierra y a vivir de ella. Los hijos, “los olvidados del campo” –como ellos se sentían–, mantuvieron viva la ilusión de que sus condiciones de vida mejorarían en el futuro, aunque no sabían todavía, cuándo ni cómo. Al ayudar al sacerdote como monaguillos en la capilla del rancho, los tres hermanos mayores buscaron en “el cielo”, explicaciones a la pobreza en que vivían. Hay quienes creen, que el destino de esa familia ya estaba trazado desde el principio de sus vidas, por un plan maestro que ellos desconocían; solo que, tenían que sufrir para poder entenderlo.

La señora motivó a los hijos para que fueran a la escuela, se prepararan y se alejaran del “trabajo jornalero, rudo y mal pagado del campo” y del poco productivo cultivo agrícola. En cada uno de esos episodios, como algo milagroso –decía la mamá–, se abría una puerta imaginaria que le indicaba el camino que deberían seguir para lograr el objetivo que se había trazado: llevar a los hijos hasta las puertas de la universidad.

Al inicio de los años sesenta, Rigoberto, a la edad de doce años, visitó la Ciudad de México y se enamoró de ella. Conoció los teléfonos con los que la gente se podía comunicar –tal como la mamá les había platicado–, y que él había visto en el cine. Aprendió a andar en bicicleta y a su regreso al rancho, le pidió al papá que vendiera su caballito y le comprara una bicicleta usada. Fue entonces cuando el hijo mayor, muy motivado, le dijo a la mamá: un día nos vamos a ir de aquí.

Fue admirable, que por primera vez en la historia de ese ranchito se impartiera educación hasta sexto año de primaria, con profesores provenientes de la Escuela Normal de Maestros de la Ciudad de México; y lo más importante fue que, de los primeros seis alumnos graduados, dos fueron los hermanos Rigoberto y Ruperto Bracamontes Angulo. Salieron de Atecucario triunfantes, con pocas pertenencias de casa y muchas ilusiones, hacia la colonia Chaparaco en la ciudad de Zamora, a finales de noviembre de 1968. Fue así como los tres jóvenes mayores “tomaron el cielo por la fuerza y se rebelaron contra su destino rural”. Lo retaron y lo vencieron, con lo que demostraron que: “origen no es destino”. En su nuevo hogar, Lupita era muy feliz, pues se había alejado del alcance de la suegra y cuñadas.

Lo más admirable de los hijos mayores fue que, cuando crecieron, se repartieron voluntariamente –-junto con sus padres–, la carga de la responsabilidad para sacar adelante a la familia, contribuyendo al gasto familiar con el ingreso que obtenían de sus primeros trabajos. Por ser uno de los mejores estudiantes de secundaria y preparatoria, Rigoberto recibió una beca económica del gobierno municipal. Para la comunidad, eran un buen ejemplo de familia unida.

II

Llegó el momento en que Lupita, entregó a Rigoberto “la antorcha de luz imaginaria” para que, como hijo mayor guiara a sus siete hermanos por el nuevo camino que emprendía: estudiar la carrera de Economía en la UNAM. A partir de ese suceso, Rigoberto se convirtió en el personaje principal de la novela, pues ella había cumplido su misión de sacar a la familia de aquel rancho. Con el apoyo económico de los hijos mayores que ya estudiaban y trabajaban en la capital del país, en Chaparaco el papá compró un lote de terreno y todos ayudaron para construir –con mucho cariño–, poco a poco una casa moderna, “La segunda casa de las golondrinas”.

Los hermanos mayores crearon una “regla de oro, secreta y no escrita”: el mayor ayudaría al segundo a salir del lecho familiar, traerlo a la Ciudad de México, orientarlo para que estudiara y encontrara un trabajo que le permitiera desarrollarse; y, éste al tercero; y, así sucesivamente. Cuando los cinco hijos restantes crecieron, emprendieron también felices el vuelo hacia su vida independiente al lado de sus demás hermanos, dejando poco a poco “el nido vacío”, igual que lo hicieron las golondrinas en su momento. Al vivir lejos del alcance de los papás, esos jóvenes emprendedores crearon un “sistema de autocontrol interno” para que, en diálogo abierto ventilaran los problemas familiares y entre ellos mismos les encontraran solución; iniciativa que le fue quitando a los papás la carga de la responsabilidad familiar.

En la UNAM, Rigoberto obtuvo una beca y, al final de la carrera fue seleccionado como uno de los mejores estudiantes de su generación en 1978; por lo que, como premio obtuvo una beca del Conacyt para estudiar en el Economics Institute en Boulder y luego maestría en Planeación Urbana y Regional en Denver, Colorado, en USA. Luego, obtuvo del gobierno federal americano la beca Fulbright para estudiar una especialidad en financiamiento de proyectos urbanos en la Universidad del Sur de California (USC) en Los Ángeles. Soñaba en aplicar en su pueblo de origen, lo que aprendía en el extranjero: “cuando estés en la cima, no te olvides de los que se quedaron abajo” –-le decía la conciencia de su pueblo. Tuvo la oportunidad de compartir con sus alumnos en la UNAM, por treinta años, lo que aprendió en las aulas y en el trabajo –en el Banco Banciudada. Cumplió su compromiso de Big Brother, cuando cada uno de sus siete hermanos cursó una carrera universitaria. Ese fue uno de los mejores triunfos de su vida. De niños fueron más que hermanos, ahora de adultos, siguen siendo grandes amigos. Cuando cada uno de los ocho hermanos encontró a su pareja, formó su nido y construyó su propia “casa de las golondrinas”.

El sueño de Rigoberto se hizo realidad, cuando con sus hermanos y amigos de Atecucario formaron un grupo de profesionistas –liderados por él–, habiendo gestionado a través de las autoridades locales, la construcción del sistema de agua potable, la instalación de teléfonos públicos y la construcción de una clínica rural. La muerte de tres seres queridos lo motivó a investigar el significado de la existencia humana, de donde aprendió que: “en el viaje de la vida, lo importante no es llegar, sino disfrutar el viaje”. Hoy sabe, además, que: “la vida no es recordar el pasado con nostalgia, ni esperar el futuro con ansiedad; sino, vivir el presente con intensidad como si hoy fuera el último día de su vida”.

Aquella gran mujer, Lupita, luchadora y forjadora del destino de sus hijos, ejemplo de la mujer rural michoacana, murió en julio de 2018. Durante el sepelio, el mariachi tocó tres canciones rancheras que dicen: “está sellado por destino que tú serás mi compañera y que iremos por un camino, hasta que alguno de los dos se muera… “, (así sucedió); otra: “que nos entierren juntos en la misma tumba y de ser posible en el mismo cajón, que estemos frente a frente para darnos besos…” (tal como ocurrió); y la tercera: Las golondrinas, que volando fueron a despedir a aquella gran señora. Por lo pronto, la bonita casa en Chaparaco quedó vacía, teniendo como únicos moradores con derecho de piso, a las golondrinas que vivieron siempre con ellos como parte de la familia, igual que lo hicieron en la primera casa que tuvieron en Atecucario.

La casa de las golondrinas
Editorial Yo publico, 2021
El autor de la reseña es el escritor de la novela.

 

 

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