El covidiota como fuente de contagio

 

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos
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De entrada hay que reconocer el heroísmo de miles de médicos y enfermeras que han pasado las de Caín intentando contener la pandemia, y de solidarizarse con todos aquellos que, más por necesidad que por gusto, se han visto forzados a desafiar los peligros de todo este desbarajuste de tintes apocalípticos que ha significado al feneciente año 2020.

 

Para ellos, en vez de enderezar filípicas de corte romano y vituperios por deficiencias y carencias de un sistema abiertamente menguado por propósitos de privatización vía “subrogación”, hay que agradecer su ejemplar comportamiento y su empatía con los que han sufrido, y sufren todavía, esta cuasi plaga bíblica. Es lo menos que se debe hacer.

 

Al contrario, lo que no puede festejarse ni tolerarse es el tradicional importamadrismo político, económico y social que también ha caracterizado a este período de emergencia sanitaria generado por el coronavirus o covid-19.

 

Cada cual tendrá que evaluar porque todas las miserias humanas podrían enumerarse una a una, con sus fiestas clandestinas, jolgorios por cualquier motivo, la desinformación y ese afán por ir en contra del mínimo sentido común. Todos los elementos se han sucedido en cascada para considerar como viable, hoy más que nunca, la célebre propuesta lanzada por el profesor Eduardo Ibarra Aguirre: elevar a la pendejez a rango de derecho humano universal (es de suponer que una iniciativa así impondría al menos la organización de “frentes”, colectivos y sus respectivos programas políticos y “manifiestos”, así como las acciones necesarias para conferirle alguna atención).

 

Esto tiene que ver específicamente con el ya muy famoso covidiota confeccionado por la jerga popular a partir de ciertos comportamientos, uno de los fenómenos que han desparramado lo “humano, demasiado humano” nietchzseano, y que lo han llevado a lo alto de las tendencias en los espacios mediáticos.

 

“Pálido” y “vale-gorro”, este ser etéreo tan enigmático como desconcertante pero tan real como letal, lo mismo es encarnado por ciudadanos de a pie que por políticos, financieros y monopolios mediáticos y comentaristas y ha podido cabalgar sobre los lomos, no de ningún cuarto equino como sugerirían las apocalípticas narraciones, sino sobre el de los demás.

 

Como antecedente, debe decirse que sobre la estupidez se ha concluido que su difícil tratamiento ha obligado a los mismos dioses a rendirse, según las consideraciones del filósofo alemán Friedrich von Schiller.

 

Igual, mentes privilegiadas sólo se han encogido de hombros, entre derrotadas y resignadas, frente al desafío: Einstein (“hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, y del universo no estoy tan seguro”); Newton (“En ninguna parte del mundo he visto tantos tontos por metro cuadrado como en la bolsa. El especulador profesional saca más provecho de la tontería de los otros que de su propia inteligencia”. Y sobre la misma estupidez financiera: “Puedo calcular el movimiento de la estrellas, pero no la locura de los hombres”).

 

El último genio similar fue el astrofísico Stephen Hawking quien, antes de fallecer, alertó sobre las amenazas contra el planeta: la contaminación, la avaricia y, por supuesto, la estupidez. (“No nos hemos vuelto menos avaros ni menos estúpidos”, decía todavía en el año 2016, aunque nadie lo tomó en serio, como a Einstein, Newton y hasta Erasmo de Róterdam en su momento). 

 

En esa forma, más por su estupidez que por su ignorancia, el covidiota se convirtió así en el más temible conspirador social, político y económico-financiero que haya imaginado Dostoievski; se trata de un ser incapaz de organizar nada, salvo fiestas, reuniones (navideñas o no), carnes asadas, cumpleaños y hasta “felices” retornos de seres y parientes que resultaron infectados por el bicho y lograron salvarla” (esto amén de mentar madres, golpear a médicos y a enfermeras y, ya en abierta conspiranoia, vandalizar unidades policiacas, vapulear a policías y a funcionarios por pretendidos actos cuasi-terroristas, atentados contra la paz social o el bien común disfrazados de acciones oficiales).

 

El covidiota, como los inversionistas de la bolsa y los templos financieros y otros, también esguiado por una mano invisible” que, en perfecta sincronía, es capaz además de pasar por talento, como un ser progresivo, presuntamente rebelde, siempre dispuesto a perfeccionarse, echado pa’delante aunque sus actos lo lancen nuevamente pa’trás, o incluso al fondo.

 

Contra esto no hay vacuna y, al parecer, ni la habrá (aunque no hace mucho se lanzaron provocadoras propuestas para que la estupidez sea investigada por un grupo de científicos como la más grave pandemia que haya azotado nunca al mundo, además de comenzar a impartirse en universidades y colegios como “asignatura troncal”).

 

Mientras esto llega, ante el covidiota sólo queda guardar “sana distancia” porque, y esto quizás se ha ocultado para no causar alarma pero es más que evidente, ha resultado doblemente contagioso (al final lo de menos sería el bicho pues ya hay antídoto, sino lo demás).

 

Por último, con toda seguridad el covidiota no va a figurar en ningún “once ideal” de alguna revista (así como hacen las futboleras); tampoco va a destacar en el elenco de “hombre o mujer del año” de publicaciones frívolas o financieras en sus recuentos meritocráticos de fin de año ni va a ser nominado a los Óscar ni otros premios, pero de que su actuación ha resaltado y robado la atención no hay duda, y por eso forma parte ya de las “luminarias” de este agonizante 2020, ganándose un lugar en los anuarios, en la mofa macabra y en la censura general.

 

 

 

 

 

Golpismo conservador y la ausencia de rétores


Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos
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Lo sucedido en el Capitolio, en Estados Unidos, retrata fielmente a la derecha conservadora que, bajo cualquier bandera o pretexto, es capaz de todo con tal de conseguir sus propósitos.

 

Nada más faltó que, como parte de una maniobra, la sede del Poder Legislativo estadunidense fuera incendiada por los propios partidarios y después responsabilizar a los adversarios. Si esto suena conocido, en efecto, sucedió cuando Hitler utilizó el incendio del Reichstag (curiosamente, también morada parlamentaria) para afianzar el nazismo en Alemania y culpar de conspiración a los comunistas.

 

Supongamos que ambos asaltos son mera coincidencia histórica, pero ese tipo de derecha conservadora, nacionalista y fascista, lo ha hecho otra veces, tanto en Chile para asesinar a Salvador Allende, como en Bolivia más recientemente, si bien éste caso ofreció “carnita” para el motín.

 

         Los conservadores no han podido hacerlo en Venezuela pero sí han patrocinado presidencias paralelas, muy débiles, e incluso llevando caravanas artísticas y de apoyo supuestamente democráticas, pero no quitan el dedo del renglón: hacerse de las riquezas petroleras de ese país por los siguientes 300 años. Por el lado que se vea, fue grave lo que hicieron el todavía presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y sus seguidores, porque pretendieron forzar, por la vía de la abierta violencia (previos amagos) los resultados de una elección que, si bien apretada, no dejó dudas respecto del ganador: Joe Biden.

 

Lo sorprendente, además del asalto al Capitolio, fue que se dejó crecer la bola conservadora desde que llegó al poder. Un mensaje del expresidente Bill Clinton resume la situación:

 

“Hoy enfrentamos un asalto sin precedentes a nuestro Capitolio, nuestra Constitución y nuestro país. El asalto fue alimentado por más de cuatro años de políticas envenenadas que difundieron información errónea y deliberada, sembraron desconfianza en nuestro sistema y enfrentaron a los estadunidenses entre sí”.

 

En el señalamiento va una especie de mea culpa porque, en efecto, durante cuatro años, y sobre todo en las últimas fechas, Donald Trump no tuvo contrapesos efectivos.  Goebbels en el espejo, Trump es el inventor de las “realidades alternativas”, es decir, si la teoría no se ajusta a los hechos ¡peor para los hechos!, y todo le pasaron por alto, incluidas las racistas e injuriosas expresiones contra migrantes y otros.

 

Trump perdió la elección pero cualquiera mínimamente enterado sabe que aunque un candidato haya ganado la elección, es preciso que él mismo y todo su equipo salgan al debate pos-elección a defender su victoria, sobre todo si se generaron o sembraron dudas, como fue el caso.

 

En el colmo de la poca pericia de sus adversarios, aunque Trump nunca presentó pruebas del supuesto fraude se hizo dueño del micrófono y no tuvo enfrente a nadie, ni al mismo vencedor, para que le hiciera contrapeso.

 

Es de las pocas veces, si no es que la única, que el candidato ganador pierde una elección en el debate. Y tan la perdió que, según encuestas difundidas, el 39 por ciento de los ciudadanos a nivel nacional se tragó el cuento de que Trump fue víctima de un fraude.

 

Peor: 17 por ciento de los demócratas también cayeron en el garlito trumpista y poco más de 31 por ciento de ciudadanos sin partido creyeron que, en efecto, fue una elección desaseada para perjudicar a Trump.

 

Esto evidencia que los rétores demócratas, jubilosos por el triunfo de su abanderado o arrogantes, se fueron de vacaciones. Quizás ni cuadros tenían.

 

Por eso fue necesario “bajar” al autogolpista mandatario de las redes sociales y quitarle todos los altavoces, lo que constituye un ataque a la libertad de expresión tan burdo y nefasto como las mentiras de Trump y sus sediciosas maniobras.

 

No se puede dejar de decir que esto sienta un precedente peligroso pues los propietarios de las redes sociales asumen, de facto, el papel de santos inquisidores, sumándose así a la incapacidad para poner en su sitio al conservadurismo embaucador, no obstante contar con todos los elementos de prueba para hacerlo.

 

Esta lección y muchas otras no deben pasar alto: los conservadores son capaces de cualquier cosa (y cualquier cosa incluye asonadas y asesinatos) con tal de salirse con la suya.

 

Pero eso sucede también cuando hay ausencia de rétores, mucha soberbia o cuando no se tiene nada qué ofrecer y se deja a los de enfrente toda la iniciativa. Eso pasa cuando no hay partidos políticos opositores con ideas ni programas y sólo se busca el poder por el poder mismo; sucede cuando intelectuales, opinócratas, periodistas y demás son incapaces de crear contrapesos creíbles al margen de ideologías fracasadas y de sus propios intereses.

 

 

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