Ante la crisis, cambiar

Jorge Faljo / Faljoritmo
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Apenas empezaba el salario mínimo a tener una leve recuperación, después de 28 años de estancamiento cuando nos cayó el chahuistle en su versión anti humanos, el covid-19. Recuperadita que se vino al suelo con una severa disminución del ingreso y ahora a casi la mitad de los que trabajan no les alcanza ni para comer bien; no se diga para los demás.

De acuerdo al Fondo Monetario Internacional la caída de alrededor del 10 por ciento del producto este año se traduce en una reducción de casi mil 900 dólares para cada mexicano.

Décadas de empobrecimiento y sacrificio y ahora la pandemia. Entre los sacrificios estuvieron los de millones que tuvieron que abandonar sus pueblos; a sus familias, e incluso a esposa e hijos. Ahí se rompió la cadena generacional de transmisión de los valores de honradez, trabajo honesto y familia unida. Valores también sacrificados en aras de un modelo de desarrollo muy prometedor.

        Prometedor sí, pero nada cumplidor. Entre sus promesas no estaba la venta del patrimonio nacional; primero el del Estado a los particulares y, como segundo paso, el de los particulares al capital internacional. La desnacionalización de la banca, la industria, el comercio, el sector turístico; y la del consumo. Ahora importamos la comida, la ropa, los electrodomésticos, la maquinaria y herramientas. Millones se fueron porque aquí no podían vivir del campo y del trabajo honrado. Se les arrebató algo vital. No la tierra y sus herramientas, ni los pequeños y medianos talleres. Se les quitó el mercado nacional para el que podían producir y vender porque disque había que modernizarnos, había que abrir las puertas y dejar que la avalancha de mercancías importadas, desde maíz y piernas de pollo, hasta ropa de paca, destruyeran la pequeña y mediana producción interna.

Paradójicamente lo que podría llamarse política social quedó en manos de los paisanos que, desde Estados Unidos y fieles a sus valores de trabajo fuerte y honrado, y amor por la familia, desde allá ayudan a que muchos aquí puedan comer. Eso sí, comer importado.

Lo más grave del fracaso de la modernización en manos transnacionales fue el impacto en nuestras vidas, en nuestros cuerpos. De 2012 a 2018 la anemia en niños de cinco a 11 años creció del 10.1 al 21.2 por ciento señalando una deficiencia de micronutrientes. Es un indicador de una reducción de la calidad de la alimentación de toda la familia; la comida tendió a centrarse en carbohidratos, azúcar y grasa, con menos hortalizas y frutas.

En lo que pareciera ser el otro extremo, México se convirtió en el segundo país con mayor obesidad del mundo, después de Estados Unidos. El primero si se incluye al sobrepeso. El impacto de las enfermedades asociadas a estas condiciones es tal que nos reduce en 4.2 años en promedio la esperanza de vida a los mexicanos.

Los mexicanos pasamos a alimentarnos de chatarra envuelta en lindos plásticos de colores. Un buen ejemplo de la modernización seguida.

Ahora, ante el empobrecimiento masivo, el crecimiento de la inseguridad alimentaria, la caída de la producción, parece predominar la confusión, o el cisma. Para unos hay que recurrir a las recetas usuales, atraer capital externo, priorizar la defensa de la paridad cambiaria, dar seguridades a la inversión privada.

Para otros esas medidas fueron parte del problema. Nos metieron en la trampa del empobrecimiento masivo y en la idea de que para hacer más soportable la pobreza había que consumir importado. Traer, más barato, de fuera, la comida, la ropa y el calzado, los electrónicos de la vida moderna.

Se crearon las condiciones en las que si queremos consumir lo nacional resulta que es más caro y menos bueno. Así que no podemos salir de la trampa. Pero consumir importado es una droga adictiva que se traduce en más venta del patrimonio nacional, que exige desempleo y una pobreza incapacitante, en lugar de incitar al cambio y al trabajo.

Hay que salir de la trampa de que es más barato importar que producir. Así nos empobrecimos. La propuesta de este régimen fue la de producir para nosotros, la autosuficiencia alimentaria. Lejos de abandonarla hay que profundizar la propuesta hacia medidas de autosuficiencia no solo nacional, sino local y regional. Y no solo alimentaria, sino de toda la canasta de consumo básico, alimentos, ropa y calzado, materiales de construcción, enseres del hogar.

Hay que consumir del campo y de la industria nacionales, aunque al principio no tengan el sabor de lo importado. Si no lo hacemos lo que tendremos es cada vez más población que vive de transferencias; sean las que les mandan sus familiares del exterior, o las del gobierno.

En vez de condenar a más mexicanos a la dependencia eterna; hay que convertir las transferencias en demanda sobre la producción interna; primero la local, luego la regional y, por último, sentar las bases del renacer del campo para una nueva producción industrial nacional orientada al consumo mayoritario. No se hace eso de un día para otro; exige un plan rural e industrial de mediano y largo plazos.

Pero es posible si se combina el predominio de la política pública sobre el mercado; es decir si se regula al mercado en alianza con la organización social de los productores y consumidores que fueron hechos a un lado e incluso echados fuera del país.

Las opciones se han acabado. Hay que regresar a lo básico, a la producción local y regional sustentada sobre todo en la reactivación de capacidades que fueron abandonadas en aras del sueño modernizador. Sentar las nuevas bases de un crecimiento firme asociado al derecho soberano a decidir nuestro propio camino, y al derecho de los excluidos a organizar su propia vida.

 

 

Gobernar con el pueblo

Jorge Faljo / Faljoritmo
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Vayamos a lo básico. La propuesta central de este gobierno es una gran transformación cuyo objetivo último, el planteado en el Plan Nacional de Desarrollo, es que en 2024 la población de México esté viviendo en un entorno de bienestar. Construir un Estado de bienestar no es cosa fácil; se requiere un Estado que sea garante del derecho de la mayoría a una vida digna, sustentada en el trabajo honesto.

Es importante no perder la visión del objetivo para no atorarse en el camino. Las primeras luchas de este gobierno han sido contra la corrupción; sea el huachicol, Odebrecht o la multitud de mecanismos de saqueo heredados. La corrupción parece una hidra de mil cabezas a la que, cuando se le corta una le renacen dos. Es un asunto que demanda atención interminable. Una muestra de las prioridades inmediatas.

Pero la construcción de la gran propuesta por la que votó el pueblo de México requiere más, mucho más. Hay que hacer que el camino no solo vaya en la dirección correcta, sino que sea irreversible.

A dos años de iniciado este gobierno urge que otra de las prioridades planteadas al principio pase a ocupar un lugar central en el diseño de políticas. Hay que echar raíces y afianzar la relación con la población; no desde la figura central, la del presidente, sino desde todas las instituciones, programas y actividades del sector público.

Lo planteó el Plan Nacional: Construir una democracia participativa en la que la sociedad incida en las determinaciones cotidianas de su burocracia. Participar en el diseño, el acompañamiento, la vigilancia, la evaluación y la corrección de los programas públicos es un derecho social establecido… en el papel. No se trata solo de las grandes decisiones, sino del compromiso de este gobierno de consultar a las poblaciones en los asuntos de interés regional o local y someter al veredicto de las comunidades las acciones gubernamentales que las afecten.

Este gobierno tiene la gran oportunidad de hacer efectivo el mandato constitucional de organizar un sistema de planeación democrática que, ahora sí, convierta en realidad los mecanismos de participación y consulta popular.

Se trata de cumplir con el compromiso declarado y, al mismo tiempo, mediante la participación popular, hacer irreversibles los avances y asegurar el legado de este gobierno. Es un asunto de sobrevivencia. Y es una tarea totalmente descuidada.

Borrar la separación entre el pueblo y el gobierno debe empezar por lo obvio, por la Contraloría Social que es el mecanismo ya diseñado en nuestras leyes para que los ciudadanos exijan transparencia, rendición de cuentas y, a final de cuentas, cumplimiento de metas.

Es decir, que el gran mecanismo de la participación social y la planeación participativa ya está puesto, delineado en sus grandes objetivos. Pero no se cumple porque la burocracia ha “modulado” los mecanismos de participación hasta hacerlos polvo; reducirlos al cumplimiento meramente formal de sus obligaciones legales.

Del gobierno de Enrique Peña heredamos casi 322 mil Comités de Contraloría Social registrados. ¿Es una muestra del buen cumplimiento del mandato legal? Pues no. Todo lo contrario. Lo que hicieron las administraciones pasadas fue atomizar los Comités de Contraloría Social hasta reducir cada uno de ellos a supervisar un micro pedazo de la operación institucional.

Pero la perversión fue mucho más allá. Cada programa público promovió micro comités a modo con los cuales, supuestamente, dialogar, construyendo así un falso entramado de participación y dialogo que se empleó. Las limitaciones a la participación en los Comités de Contraloría Social permitieron configurarlos con gente sin experiencia, conocimiento ni capacidad para exigir sus derechos.

Los grandes objetivos y las leyes superiores fueron, fieles a la costumbre, desvirtuados por reglamentos, normas menores y formatos tramposos que la hicieron inefectiva.

Esta falsa participación construida desde el poder y reproducida por cientos de miles de comités, grupos y contrapartes de los programas funcionó como una manera segura de dividir a las comunidades y en la práctica se contrapuso a las verdaderas representaciones de la voluntad popular en comunidades, barrios y grupos sociales.

De este modo la Contraloría Social no solo no ha operado en la práctica, sino que fue utilizada para fingir un dialogo inexistente y evitar el surgimiento de una verdadera exigencia de rendición de cuentas.

Ahora, en este gobierno de la gran transformación el Plan Nacional de Desarrollo plantea que los gobernantes manden obedeciendo. Pues la manera de hacerlo es barrer el enorme entramado de falsas representaciones de la sociedad, empezando por los cientos de miles de comités de contraloría social; el 80 por ciento de los cuales se reunió una sola vez, al momento de ser creados bajo la vigilancia de un burócrata.

Pero no hay que desechar el agua sucia de la bañera con todo y niño. El marco legal y sus objetivos superiores son rescatables y deben reconstruirse los reglamentos, formatos y mecanismos operativos específicos para que la Contraloría Social empiece por ser una verdadera representación de los intereses de los pueblos, barrios y comunidades, de ahí ascienda a ser un sujeto que pueda dialogar al tú por tú con las entidades y programas públicos.

Solo así puede avanzar la propuesta transformadora de este gobierno. De otro modo, construir sobre falsas representaciones corre el riesgo de que todo se caiga más adelante.

 

 

 

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