Sobre la patafísica de las malas costumbres

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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Con o sin pandemia de por medio, la civilización sólo puede sobrevivir si se impone como misión rechazar y combatir con energía toda moralidad altruista, según se desprende de novelas asumidas como manuales filosóficos de la (a) moralidad o de la acción de seres con “amplia visión del mundo”, ahí donde los héroes del individualismo aseguran no tener conflicto de interés entre ellos porque son “seres razonables” (ajá).

La cooperación y el altruismo son, pues, las ideas más anti-económicas que se hayan deslizado, según diversos estudiosos, aunque en momentos pandémicos, de estallidos y fraudes económicos y financieros se pretenda echar mano de recetas de economistas difuntos (los aborrecibles esqueletos estatales keynesianos), mismas que tienen como víctima final al contribuyente.

La pugna del “héroe” es y debe ser siempre contra la masa ignorante y contra toda la sinecura improductiva de la burocracia y de la sociedad que, por supuesto, incluye a intelectuales y a todo ese amplio sector dedicado al “ocio creativo” (un atentado al derecho a la pereza).

“¿Alguien habló de guías éticas para transformar al país? ¿Cómo se come eso?”, se preguntan los epígonos de Ayn Rand, A. Von Hayek y demás.

Ante estos desplantes, el poeta francés Houellebecq tenía razón: antes que ciencia, la economía constituye un gran misterio (igual la política), algo semejante a la patafísica del Doctor Faustroll (de Alfredo Jarry), esa ciencia de las soluciones imaginarias que no se propuso otra cosa que, obvio, diseñar soluciones igualmente imaginarias (y disparatadas), estrechamente conectadas con el surrealismo de André Bretón.

En la ciencia de lo imaginario, como en economía y en política, se busca eternizar la utilidad de lo inútil; lo absurdo es elevado a rango de verdad real y hasta se fundan colegios y universidades para teorizar sobre lo que está más allá de la física y de la metafísica, teniendo a la persona como pantalla de sus intrigas.

Un tema muy complejo si se toma en cuenta, por ejemplo, que los vecinos del profesor Kant no tenían problemas para saber la hora, pues todo se resumía a un asunto de costumbres y deberes: los pasos del encorvado catedrático hacían de manecillas, del mismo modo que hoy el ciudadano puede saber qué tipo de héroes de lo individual y sus costumbres presiden la economía razonable, especialmente cuando éstos acumulan fortunas por no pagar impuestos, despiden personal de sus empresas sin reconocer antigüedades pero, eso sí, se disfrazan de filántropos dizque regalando dinero, publicitándose además en redes sociales como seres magnánimos (abundan en México y en el mundo), supuestamente preocupados por la suerte de los otros.

El código amoral como un mal chiste, esto nada tiene que ver con el triunfo del humor en estado puro y pleno de José Guadalupe Posadas, según el surrealismo de André Bretón, salvo la semejanza con La Catrina, la famosa Calavera Garbancera, sátira de la aristocracia sátrapa y ladrona que acompañaba a Porfirio Díaz.

En tales condiciones no es de extrañar que en esta época cualquier mención de conceptos como “ética” o “moral” en la vida pública cause escozor.

La doctrina del “Sé fiel a ti mismo”, como postuló Rand, permite identificar no sólo diferencias entre el “valor económico” y el “valor moral”, sino las patafísicas malas costumbres de quienes no están satisfechos con lo que han medrado, sino que buscan más. Es el cálculo sobre el comportamiento.

 

 

 

La idea de “papá gobierno” en tiempos de bichos

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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No deja de ser un contrasentido que quienes apostaron por el desmantelamiento de las instituciones públicas ahora, en medio de una pandemia, invoquen no sólo su protección, sino que deslicen la sugerencia, más mañosa que velada, de que se haga todo lo necesario para hacer responsable al comportamiento irresponsable.

 

Lo anterior quiere decir que el gobierno debe abandonar su papel de “papá alcahuete” y ejercer, cuando menos, el derecho de pernada para obligar al confinamiento y a otras medidas, permaneciendo además a la expectativa con amenazador garrote en caso de que la desobediencia del “pueblo sabio y bueno” se desborde y se abra paso a posadas clandestinas y a todo esa pachanga decembrina que, no en balde, fue bautizada como “maratón Guadalupe-Reyes”.

 

Esto, mientras el Poder Legislativo aprueba una “ley antichancla” que, al menos en el “espíritu”, busca poner fin a ancestrales métodos pedagógicos de enseñanza del mentor autoritario (“la letra con sangre entra”), así como de sicología correctiva y de formación de “valores” sustentada en el terapéutico “más vale una nalgada a tiempo que un delincuente en la cárcel”.

 

La comedida pero fúnebre advertencia de “encierro o entierro”, nuevamente publicitada por las autoridades en forma más que cautelosa en este fin de año, fue al principio y es actualmente como un recordatorio familiar de esos en los que el que quiere va, y el que no devuelve la cortesía con otra amonestación todavía más florida.

 

Esa es más o menos la justificación para apelar a algo más que “notificaciones graves” por parte de las autoridades, respaldada por el hecho de que gobiernos de otras naciones lo han llevado a cabo.

 

Pero ¿en serio es necesario exigir la aplicación del garrote para intentar remediar la situación?

 

Convengamos en que la autoridad, específicamente el gobierno federal, ha mostrado fallas para enfrentar la pandemia pero hasta ahora, como el legendario Ulises del vate Homero, se ha atado al poste y no se ha dejado llevar por el canto de las sirenas, seres chapuceros que al tiempo que piden la no intervención del gobierno lo reclaman (carne para las hienas, nada abonaría mejor a la narrativa de un gobierno autoritario, enemigo de las libertades individuales y la democracia, simpatizante de dictadores y descerebrados totalitarios, que aplicar el respectivo tolete).

 

“Hacen falta estímulos fiscales para evitar una caída mayor”, se le exigió primero al gobierno, y por fortuna no cayó en el garlito porque ya se vio lo que sucedió en otros países donde se ejecutaron las clásicas recetas contracíclicas neoliberales con miles millones de dólares de verdadero despilfarro: ni se controló la pandemia ni se evitó el derrumbe de las economías (Estados Unidos, el peor ejemplo). 

 

Además, las insinuaciones, más abiertas que veladas, de hacer de “pilmama autoritaria” se han sucedido, pero tampoco el “toque de queda”, con restricciones agresivas que llevaron incluso al cierre de fronteras, impidió trágicos resultados en países que lo aplicaron desde el inicio de la emergencia sanitaria, a principios de año, y que recientemente han registrado rebrotes, sobre todo en Europa (Italia, España y Francia, por ejemplo).

 

No obstante, el “homo sacer” del filósofo Giorgio Agamben emerge entre desesperado y embaucador para demandar la mutilación de su individualidad y de sus derechos y, más grave, abdicando de su propia responsabilidad (finalmente es un sujeto dominado, sin soberanía, auto-excluido y auto-flagelado, dispuesto a la tragedia más idiota en un estado “confinado” con el peor paternalismo).

 

Por donde se le quiera ver, la nueva idea en torno de un “Papá gobierno” en calidad de “tutor sobreprotector”, tanto en el ámbito económico como en el social, no es una buena idea. (Lo grave de pedirle al diablo no es que se aparezca, sino que siempre pasa factura).

 

 

 

 

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