Días de nostalgia y destierro

Nidia Sánchez / La vida en rosa
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La mañana inicia, el café humea en la parrilla de la estufa, hay quietud dentro de la casa y una sinfonía de vida de la madre naturaleza.

Los árboles estoicos, monólogos en voz alta dirigiendo nuestras vidas, la humedad en el ambiente, los graznidos revoloteando, entre tantas voces solo distingo a los gallos, da la impresión de un vecindario en el que todos se comunican y los humanos permanecen ajenos, si acaso, contemplando, los primeros rayos del sol asomándose entre las ramas de los árboles de almendro, donde las ardillas trepan las ramas para comer sus frutos.

En la calle, aullidos de perros, una docena de ellos, famélicos, deambulando y sobreviviendo. El sonido de una reja metálica que anuncia para ellos la salida de una anciana que a diario deposita amorosa, restos de comida sobre la banqueta y el primero que llega es el que gana el festín.

Solo aquella mujer les tiene piedad, cada día aparta huesos o algo más para compartir con estos seres de distintos tamaños y colores que deambulan en la desolación.

Se les ve correr por las calles adyacentes, los humanos caminan indiferentes a sus marcadas costillas y a sus miradas que claman con ternura, alimento.

El vecindario parece solo percatarse de las peleas callejeras, esas a las que se enfrentan por defender territorios y en días de celo cuando los animales arman una revuelta.

Se supone que forman parte de una familia, viven desterrados en su propia tierra, y a pesar de todo, siempre se refugian en el patio de esa casa a la que llegan apresurados atravesando un largo pasillo de tierra. Quienes habitan al fondo, se enteran de vez en cuando del momento en que los animales se reproducen mientras el desamparo les da la bienvenida. Para su fortuna, siempre existe algún héroe anónimo capaz de detenerse y ver en ellos un pedazo de cosmos tintineante.

 

 

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