El escritor y el pueblo: Pasado y presente

Roberto López Moreno
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.    www.robertolopezmoreno.com

Esta historia de la infamia se ha venido repitiendo en todos los tiempos y en todas las latitudes. El pensador, el artista, cuando no son gratos al gobierno de la comunidad en la que viven, vuelven a sufrir en círculo que se prodiga la cicuta socrática, la humillación galiléica, la metralla lorqueana, el asedio nerudiano, la prisión revueltiana. Se trata de una historia que está en nuestro pasado y en nuestro presente gritando a voz viva en nuestras conciencias. El arte es movimiento y por ello está encima de todo interés de Estado; su naturaleza niega las vigencias institucionalizadas, el status, las estáticas reglamentaciones trascendidas en su trabajo de creación de una realidad superior; el arte ubicado más allá de la ola política misma y sus preceptos, es el discurso real hacia la libertad.

En tales circunstancias se puede afirmar que el arte es subversivo, subversivo ha sido siempre, en toda época, en toda relación de producción, y como tal ha llevado sobre sí la amenaza del poder constituido que ejerce contra él inútilmente la represión, ante la posibilidad de perder privilegios y supremacías, el “derecho”  a regir sobre los destinos humanos.

Pero en la suma de las expresiones artísticas quizás sea la literatura la que más pavores causa en las esferas rectoras, tan celosas del “derecho divino” que les fue conferido desde los más oscuros arcanos. Y es que la literatura, por ser una expresión lograda a base de palabras, ejerce comunicación directa entre las evoluciones del espíritu y las condiciones de la materia. Se trata de un arte sustentado sobre conceptos expuestos en su forma más explícita.

La sociología y la política surgen de la práctica histórica del hombre, se convierten en ciencias humanísticas, en las ciencias que estudian al hombre y su entorno social; el arte tiene el mismo origen, pero va más allá del cuadro científico para convertirse en una superestructura de la ideología con un vínculo que restituye las imágenes a su fuente generadora; es un lenguaje, es el verbo fusionador entre el quehacer de la materia y el quehacer del espíritu, la literatura.

Esta bomba de tiempo trata de ser manipulada con el fin de evitar una explosión que invierta finalmente las premisas en que las que sustenta su razón, la filosofía de su existencia. Para manipular el Estado cuenta con teorías, leyes, instituciones, presiones económicas o finalmente la represión directa (persecución física de las obras de arte, amenazas personales, cárcel, ostracismo e incluso el asesinato, como sucede en los regímenes de franca filiación fascista).

         En estas circunstancias es como se desarrolla la especie conocida comúnmente como “artista oficial” (una especie contemporánea parecida caricaturescamente a aquellos bufones de las grandes cortes, alimentados con mano generosa para convertirse en factótum de regocijos áulicos). Un artista, un escritor: es una voz en busca de la libertad. Lo otro, el “artista oficial”, es una aberración, un sinsentido, cuya única salida es la creación de una obra que por su excelencia se constituya en acto revolucionario, aunque el que la produce esté comprometido físicamente en el campo opuesto. Este hecho normalmente no se da, pues resulta difícil que produzca en términos revolucionarios quien se ostenta para beneficios particulares, dentro de los esquemas del estatismo, avalando la razón de Estado, no la del pueblo, fuente de todo arte y toda revolución.

A través de sus leyes, de sus instituciones, de sus “sugerencias”, el Estado trata de manipular la creación literaria, y es que sus “artistas oficiales” le sirven en una esfera muy limitada, dado que las creaciones estéticas de éstos carecen de la vena que sustenta todo gran arte; son intuidas falsas por el ánimo popular y sus efectos van apenas más allá de la combinación de compra-venta que les da forma. Ante tal situación el siguiente paso es maniatar, amordazar al escritor que se maneja con independencia, con el cuidado de no macular la máscara democrática que muchos gobiernos acostumbran al desempeñarse en estos menesteres. Con acciones parciales el Estado pretende negarse como represor del arte y la cultura. El arte por su lado niega la enajenación de la que surge, en la que se encuentra inmerso el Estado mismo.

El escritor del pueblo, el escritor revolucionario, el escritor de la libertad, expresado en rigor nuestro en un solo término: el Escritor, no se prestará nunca a componendas con la quietud, y si lo hiciere, al pretender una jugarreta a su contorno histórico sería él quien en acato crudelísimo se estaría criminando. Pero he aquí que la quietud, la magnitud conservadora y en su fase superior, reaccionaria, se vale de todos los medios a su alcance para impedir la decisión y el desarrollo independiente cuando éstos, en corroboración de su lógica, no se someten a ser fuerza útil de ella. Para esto son utilizados sobornos, reglamentos, amenazas y acciones directas, toda una gama represiva de diferentes matices e intensidades.

En México, con sus propias características, el Estado, desprovisto de su forma jurídica como mediador entre las clases en conflicto y representante universal del sentimiento y la hacienda nacionales, queda visible tan sólo como núcleo de poder, no absoluto, presionado por las urgencias de los capitales privados que constituyen la “realidad real” de la existencia del Estado, en cuanto a que éste formaliza el hecho de la burguesía en el poder.

Aparecen entonces dos fuerzas, dos núcleos de poder que construyen su historia con la pretensión de que esa, su historia, es la historia (lo que para ellos podría ser la visión del fin del mundo, sería tan solo el fin de su mundo). El escritor se ve presionado por los dos núcleos, acosado por las dos feroces cabezas de un mismo dragón. Esas dos cabezas son las que censuran, las que permiten, las que quitan, las que ponen, las que favorecen, las que dejan de favorecer, las que impulsan una obra hasta convertirla en best-seller aborigen o acaban con ella dejándola caer en la bolsa del vacío.

El escritor se enfrenta al dragón, difícil complejo de monopolios editoriales y de medios de comunicación, de grupos que a su vez forman también inconmovibles núcleos de poder (por mucho tiempo a estos grupos se les llamó “mafias”) y llega hasta afrontar la solución rigorista, cárceles y vejaciones.

Líneas arriba apuntamos la expresión “el escritor del pueblo”, y en concreto, como todo artista es un producto social, con estas palabras nos referimos a aquel que no permite, cualquiera que sea su tendencia ideológica, ser “utilizado” en su propia creación por las necesidades temporales de ningún poder de Estado. Se trata, pues, del trabajo y la posición de un escritor de la libertad, capaz de revolucionar concepciones políticas y las formas de expresión de éstas.

Un escritor (nos referimos al Escritor), es un hombre asimilador y asimilado de su tiempo, del que se compenetra, producto y productor, para finalmente negarlo y abrir nuevas posibilidades de realización humana. Su actividad produce una concentración de fuerza que al ser diseminada entre quienes le rodean va a propiciar un nuevo factor para el movimiento. Esa fuerza es la que tanto pavor despierta en el ámbito de lo estático, porque arrasaría con los atesoramientos sumados por lo constituido. Tal fuerza es la que se pretende anular y en última instancia desviar hacia el favorecimiento de los esquemas planteados por el estatus para que no cumpla con su función histórica.

Aquí es en donde encontramos al escritor no protegido por los medios oficiales ni por las diligencias del capital privado enfrentarse a unos muy efectivos molinos de viento que en sus aspas sustentan un encono destinado tarde o temprano al fracaso. Por lo pronto las aspas están ahí, ávidas de hacer añicos toda lanza desfacedora de entuertos. Los escritores que no han recibido la bendición del monstruo de dos cabezas tienen que realizar una lucha titánica para que su trabajo logre traspasar todos los filtros a que es sometido (consejos editoriales, promesas de edición, desistimiento de contratos ya firmados etcétera).

Si se trata de un autor que por ciertas circunstancias, de las que él mismo se mostrará incrédulo por momentos, logró salir victorioso de esa densa confabulación de “filtros”, tendrá que sufrir entonces, en la siguiente etapa de la secuencia, el ninguneo del silencio.

El Estado favorece a ciertos literatos para nulificar su acción; esos literatos aceptan la adulación traducida en publicaciones, difusión, publicidad desmedida, bonanza económica y otros beneficios. Quizás crean cuando se deciden, digamos, hacia el “arte por el arte” previendo acomodarse con propia mano la mordaza, que han llegado a condiciones óptimas para el silencio. Quizás crean en el “arte por el arte” como una actitud conservadora. La verdad es que contrariamente al deseo de esos adulados y del Estado que los adula, cuando se hace buen arte se sigue haciendo la revolución del arte y del pensamiento de la época. Todo buen arte es revolucionario. Todo mal arte es contrarrevolucionario.

Por otra parte y por eso mismo, nunca ha existido el “arte por el arte”; en todas las épocas, a veces, si se quiere exagerando en los procedimientos estéticos, el artista termina diciendo algo. El arte siempre dice finalmente algo y sobre todo si se trata de literatura.

Arte de promotores

No podemos dejar de lado que vivimos en un período determinado por un arte de promotores, en donde las instituciones políticas y culturales crean grandes figuras con el fin de hacer efectiva la mediatización estética. A esto contribuye el hecho de que no haya formación cultural en el pueblo, por ello es que se pueden crear tan fácilmente los grandes mitos. A las masas receptoras se les manipula, se les engaña con los valores “convenientes” para evitar que al igual que los artistas autónomos sean peligrosas.

El estatus crea sus grandes nombres e incluso determina hasta corrientes estéticas, como sucedió con el romanticismo en el pasado, correspondiente a una burguesía empeñada en deificar la conciencia de la individualidad; esa misma burguesía ya satisfecha, sentada en los placeres del banquete, realizada, eructando satisfacción, da paso al parnasianismo, el “arte por el arte”, contemplador de la belleza externa de las cosas, sin más intención, que la del gozo y la exquisitez, la entronización de la pureza formal, hasta que el proceso desemboca en los simbolistas, futuristas y demás que retoman un individualismo radical llevando el mundo subjetivo hasta sus últimas instancias.

En la historia de la literatura en México los nombres que se manejan son los de los literatos que han estado en alguna forma cercanos al poder político o económico, que pertenecen a estratos sociales privilegiados. Desde sor Juana Inés de la Cruz y don Carlos de Sigüenza y Góngora, desde mucho antes incluso, en esa nebulosa en la que el clero,  apoyaba con fines doctrinarios la participación de los indígenas en las artes; han sido los artistas cercanos a los sectores de decisión los que cuentan con el reconocimiento para la evaluación cultural, para el consenso histórico, para el análisis y la reseña.

¿Quiénes son los escritores del siglo XIX? Lucas Alamán, miembro distinguido del Partido Conservador; Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio, Guillermo Prieto, todos ellos de infatigable militancia en el Partido Liberal, y en un momento dado copartícipes del poder en su forma más directa. Los grandes escritores que conocemos de aquella época fueron funcionarios estatales, ya como secretarios de Estado, ya como diplomáticos, como protegidos y mimados por las clases poderosas; lo mismo sucede con los literatos posteriores, a los que aceptamos como los más representativos de su época, Justo Sierra, Emilio Rabasa, Alfonso Reyes, etcétera. ¿No fueron los poetas del “modernismo”, los que conocemos, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Díaz Mirón, Luis G. Urbina y otros, diplomáticos también del México entre siglos y en el peor de los casos funcionarillos de regímenes tan réprobos como el de Victoriano Huerta?

El público en general poco sabe de la literatura que se hizo en la época de los Contemporáneos, como no sea su precario conocimiento de los propios Contemporáneos, Villaurrutia, Owen, Cuesta, Novo y demás, crecidos a la sombra protectora de José Vasconcelos, el mismo impulsor de la “escuela mexicana de pintura” y de las ediciones de los clásicos en el país, hombre de poder bajo el manto del obregonismo. ¿En dónde están los otros poetas surgidos de las clases populares sin la bendición del oficialismo? Seguramente deben haber existido. ¿Quiénes fueron? ¿Por qué las antologías no dan fe de ellos? Respecto a esa época todo queda en el estrecho círculo egoísta de lo que conocemos como Contemporáneos con las consabidas excepciones que se dan en todos los hechos de la vida humana.

El pueblo es generador de ideas, de arte. Inclinar la balanza en aras de intereses de clase hacia un pequeño grupo privilegiado, que conoce su situación como tal y la acepta y la capitaliza con regocijo, es otra forma de estar en contra de la historia, es otra manera de corrupción, signo del siglo.

Del ayer al hoy no existe una gran distancia ni de tiempo ni de formas. Los escritores más conocidos en la actualidad han sido senadores, diputados, embajadores en París o en Nueva Delhi; son gente favorecida abiertamente por el sistema y por ello luchan por acondicionar su lenguaje al del sistema que les favorece; aunque en algunos casos hayan sido creadores de una obra importante, personalmente viven de ese mundo de corrupción en el que se han dejado sumergir tan dócilmente.

Por otro lado, la propaganda oficial y la privada se encargan de crear el espejismo encaminado a convencer que son estos dóciles los representativos del pensamiento contemporáneo, todo ello, claro en detrimento de la rica pluralidad que debiera existir en todo tiempo como expresión de la conciencia colectiva de una nación y de una época.

Para sostener este contexto de corrupción se necesita un control absoluto de todos los canales en los que la conciencia colectiva se pueda expresar. Surge entonces el monopolio de medios; las fuerzas del estatus se apoderan de las vías posibles de comunicación y las ponen al servicio de sus protegidos en su ciego afán de detener lo indetenible. En sus mismos protegidos llevan muchas veces los gérmenes de su propia destrucción.

Como resultante de este trabajo de sometimiento el poder impone su propio valor de uso y su propio valor de cambio a la producción estética y para ello pone en juego los elementos que posee dentro del campo de la comunicación social; los mass media entran en acción avasallándolo todo, calidades y dignidades. Con las características de la más arbitraria imposición los medios se han abocado a crear su forma de “cultura nacional”, que como es lógico, resulta un hecho ficticio, extraño a un pueblo que tiene su propia e intrínseca elaboración de cultura, su manifestación real.

Lo verdaderamente lamentable es que los medios así manejados sí llegan a realizar cierta labor de deformación, sí llegan a imponer ciertas formas y expresiones de cultura que casi siempre van en contra de los principios que constituyen nuestra identidad nacional. La radio y la televisión han venido corrompiendo desde hace mucho el gusto y los elementos de realidad. La prensa, en manos de empresas privadas, ha impuesto prioridades tecnocráticas en un constante proceso de deshumanización y de propaganda proimperialista.

Son esos medios los que se ponen al servicio de los adulados, de los protegidos por el poder. Estos, por su parte, están apoderados, como lo deben haber estado los escritores de otros tiempos que conocemos ahora como representativos de su momento, de revistas especializadas, ediciones de libros, suplementos culturales, de programas de radio y televisión, emisiones de discos, etcétera.

Pero la red se extiende mucho más allá de las fronteras, como reflejo ineludible de nuestra objetividad económica y política. Los Estados del tercer mundo presumen de soberanía política, pero no pueden ocultar su total sometimiento en cuestiones económicas a las potencias que rigen al mundo. Pretenden ser los promotores de  una cultura nacional (sólo que esa cultura nacional nace del pueblo y está ahí, pervive por encima del ideal burgués) mientras su constante bancarrota les evita cubrir los requerimientos del pueblo para trascender sus necesidades culturales y se limitan a la protección e impulso de los “escogidos” para que elaboren los trazos ideales de su cultura.

El escritor, como el resto de los artistas, en su mayoría productos de clase media, se encuentra de pronto ante tres frentes: una realidad de medianía a la que aspira superar trastocando los valores inconmovibles para el resto de la población; un Estado que no cumple plenamente con la obligación de proporcionar los satisfactores culturales indispensables a la población y que se encuentra inclinado a prodigar favores a un grupo de nombres a los que incluso llega a colocar entre los deslumbrantes candiles internacionales, en detrimento de una auténtica labor de culturización, y las imposiciones de corrientes y decisiones que vienen de fuera para servir a su vez a los intereses imperialistas preocupados en desculturizar al máximo a los pueblos del tercer mundo.

En este punto la iniciativa privada (capital reaccionario) es más aliada del imperialismo que de la otra cabeza que remata el cuerpo de dragón del que forma parte y entonces el sector de protegidos empieza a gozar su vida de privilegios más allá de las fronteras estableciendo contacto con otros grupos que se encuentran en similares condiciones en las metrópolis imperialistas.

Las transnacionales entran en escena y lanzan su propio anzuelo al río revuelto de la corrupción, participando con un bien elaborado sistema de becas, con un satisfactorio programa de traducciones, con un atrayente plan publicitario extrafronteras; los “artistas oficiales” y los protegidos de la Iniciativa privada (IP) tienen en esa forma un nuevo giro que los hace reafirmarse en su empantanada conducta. Termina por formarse una “aristocracia” de “artistas oficiales” de todos los países con fuertes ligas de intereses inmediatos entre ellos.

La Unesco publicó un voluminoso libro con ensayos acerca de la literatura de América Latina, siglo XXI, 1980; estos ensayos fueron encargados a escritores y críticos también, “representativos” de sus países. En el grueso libro, que consta de 494 páginas, letra de ocho puntos, se mencionan los nombres de literatos destacados de la región. Respecto a México, en los sesudos trabajos aparecen con prodigalidad los nombres que se manejan siempre frente a una colectividad desinformada. En las 494 páginas se cita una sola vez, como lamentable descuido, el nombre de José Revueltas, artista independiente del Estado y de la iniciativa privada, quien con Juan Rulfo, constituye una de las dos más altas torres de la literatura mexicana contemporánea.

El escritor no congraciado con la clase en el poder sufre la angustia de ver coartada su libertad de expresión; su angustia es la del que puede ver, pero se le amordaza para que no pueda decir. Producto de una cultura que surge del choque de dos mundos, después de una realidad en la que se produce un nuevo choque, el de clases, vive en su quehacer cotidiano uno tercero y brutal, el de ser un sujeto de la comunicación incomunicado por el terror y la vesania en el poder. El escritor independiente es un pretendido silencio a voces que no es silencio. Es una voz pretendida en silencio que en todo momento es más voz que nunca.

Los medios

El primero de enero de 1722 vio la luz pública La Gaceta de México, el  primer periódico que se editó en el país, a cargo de Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche, rector de la Real y Pontificia Universidad, calificador de la Santa Inquisición y Obispo de Yucatán. En las páginas de esta publicación mensual se ofrecían informaciones religiosas, comerciales y marítimas. El poder contaba así con su primer vocero formal, en gestación desde La hoja volante, que imprimía en 1541 Juan Pablos, oficial de la primera imprenta introducida al territorio por Fray Juan de Zumárraga.

     A partir de ese momento fueron apareciendo muchas publicaciones que representaban a diferentes bandos en pugna, unos estaban por la prolongación de la Colonia, otros por una decisión independentista, pero en todo caso, se trataba de pugnas entre españoles y criollos, gente que detentaba diversas expresiones de poder. Durante el periodo de la Reforma no hay cambios sustanciales en cuanto a los poseedores de los medios de comunicación, ellos eran los mismos pero ahora con otros nombres: conservadores y liberales. Es de citar que la prensa marginal siempre la hubo y que en los albores de la Revolución léase, Ricardo Flores Magón, y en la Revolución misma tuvo mayor auge aún, pero ante la realidad de un pueblo desorganizado, siempre estuvo luchando más que contra sus enemigos, contra el fantasma de su desaparición, muchas veces no por persecución política, como en el caso de las publicaciones anarquistas, sino por falta de medios para sostenerse. Por otro lado la prensa obrera: La Carabina de Ambrosio, La Internacional, El Socialista, etcétera, nunca llegaron a tener influencia nacional ni siquiera dentro de su propio sector.

Esta trayectoria, al desembocar en nuestros días, nos da como presente un periodismo producido por grandes empresas privadas, porque ante un pueblo desorganizado que no puede crear sus propios medios de comunicación, los capitales privados se adueñan de tan importante fuerza social para someterla y lograr la benefactoría de sus muy particulares intereses. Esa gran prensa nacional manipulada por el poder de la moneda, presiona al Estado poseedor del poder político y es cuando el público, siempre mal informado cree en un periodismo de izquierda y crea ídolos que por su parte siempre han defendido los capitales empresariales y no otra cosa. Cuando se llegan a presentar crisis internas en algún órgano de la prensa burguesa, el grupo más hábil hace creer que es echado por el otro grupo debido a que representa los intereses populares y al fundar un nuevo órgano difusor burgués lo hace ya con la aureola de “salvador” de la dignidad del periodismo nacional. En este sentido esa prensa engañadora, que se hace pasar por democrática y en donde participan claro, los oportunistas escritores privilegiados, es más nefasta por su poder de engaño que la prensa que tradicionalmente se conoce como corrupta y de la que ya se saben sus dimensiones reales.

En lo que respecta a la radio y la televisión hay que mencionar en un principio que el capital industrial que le dio origen fue de procedencia extranjera. El 9 de octubre de 1921, en condiciones que ahora hicieran sonreír piadosamente a más de alguno, el ingeniero Constantino de Tárnaba Jr., realizó la primera emisión radiofónica en la ciudad de Monterrey y para 1922 ya se había fundado la Liga Nacional de Radio, con el fin de que un grupo de aficionados a la radiodifusión pudiera efectuar un intercambio de experiencias e ideas en su torno.

En ese mismo año Raúl Azcárraga Vidaurreta se trasladó a la ciudad de Houston, en donde recibió instrucciones técnicas para instalar en México una radiodifusora. Al siguiente año se fundó lo que pasando el tiempo iba a ser la XEB, y en 1930 quedó instalada la XEW. La industria radiodifusora estaba ya en marcha y los instrumentos para la comunicación social en manos de comerciantes y sus intereses relacionados íntimamente con intereses extranjeros, la National Broadcasting Corporation.

Al iniciarse la década de los 50 se inauguró la televisión en México y su funcionamiento quedó reglamentado de acuerdo a las posiciones sustentadas por los industriales que les dieron vida al radio primero y después al nuevo medio que además de la voz llevaba la imagen a las masas receptoras. El gobierno de Miguel Alemán aprobó el decreto en donde se implantaban los requerimientos legales para la instalación y funcionamiento de los canales de televisión.

Fue en 1960 cuando, por fin, el Estado, lleno de respuestas legales blandengues ante la insolencia de los industriales de la televisión, decide participar también en la industria y para ello crea la Ley Federal de Radio y Televisión. Primero se hace presente por medio de los canales operados por la televisión comercial y casi una década después exige el 12.5 por ciento del tiempo de transmisión que usan los canales al servicio de la iniciativa privada.

En la actualidad la televisión oficial cuenta en el Distrito Federal con tres canales, el Canal Judicial y el 22 sólo para la Ciudad de México, y el 11, este último adscrito al Instituto Politécnico Nacional. La programación de canales presenta diferencias sustanciales en relación a lo que transmite la televisión comercial, aunque tampoco responde a las necesidades culturales de la población, porque es obvio que representan la imagen del Estado y en última instancia ese Estado representa a una clase que en su manifestación más reaccionaria sostiene la otra televisión vacía de todo significado para distraer a una comunidad que, no obstante, pasa la mayor parte de las horas del día frente a ella. Estas dos televisiones sostienen y se sostienen de los dos tipos de escritores que hemos evocado, el “escritor oficial” y el mimado por la iniciativa privada. El pueblo está afuera. Lo siente, pero no lo sabe.

La prensa por un lado, la radio y la televisión por el otro, son poderosos factores enajenantes de la sociedad. El escritor, a secas, como producto de esa sociedad, sufre y participa de la misma enajenación y en su combate contra ella cae en una nueva enajenación, la de su propia lucha, indispensable para negar su literatura como práctica enajenada. Se trata de una secuencia planteada en espiral que va describiendo el desarrollo del pensamiento y del hecho social al determinar el segmento:   a) Situación,   b)  Proyecto-situación;  o bien:   a) Proyecto,  b) Situación-proyecto.

El trabajo así planteado representa una crítica de la historia o sea una crisis para la desenajenación. Se trata de un acto de negación en busca de su negación para cubrir las circunvalaciones de su desarrollo abriendo un  nuevo planteamiento de negaciones que inician en esa forma otra fase de su dinámica.

Para la dialéctica el mundo no debe permanecer como un complejo de cosas fijas y dispersas: “Es necesario captar y realizar en la razón la realidad que subyace tras los antagonismos, pues la razón tiene la tarea de reconciliar los opuestos y sublimarlos en una verdadera unidad”. En la lucha de contrarios, suma de negaciones, el escritor es vehículo de síntesis tendiente a negarse para el inicio de un ciclo superior, el pensamiento se materializa por medio de la praxis para provocar el salto cualitativo de un nuevo pensamiento en vías de su práctica. El escritor viene a constituir eje de singular unión y lucha de contrarios entre la vida viva y la vida muerta, entre el movimiento del movimiento y el movimiento de la quietud.

El escritor es la unidad trascendiendo el complejo de cosas fijas y dispersas, reconciliador de los opuestos y es factor primordial para alentar la estructura de una nueva sociedad en la que el transmisor haya dejado de ser precisamente el sector dominante y el receptor la clase dominada; cuando transmisor y receptor sean simplemente hombres que tengan algo que decirse.

El escritor contemporáneo mexicano ha vivido momentos “pico” dentro de las contradicciones internas (ámbito nacional) y externas (contexto internacional) que le presenta la realidad del devenir actual. Ha sido testigo de la matanza de Tlatelolco, provocada por la mano de un Estado ciego, soberbio e incompetente; vive junto a su pueblo el desplome económico (inflación, fraudes de funcionarios, apabullante deuda externa), y  una represión a veces enmascarada, a veces abierta, pero en cualquiera de los dos casos efectiva hasta el crimen (desaparecidos políticos) o hasta la mordaza.

Cercado por los monopolios privados, enemigos de que se legisle sobre el derecho a la información, lerma todos los días del brebaje aniquilador que habrá finalmente de fortalecerle para ayudar de manera efectiva a la organización de la sociedad a la que pertenece, la sociedad humana. Su voz tendrá que salir fortalecida junto a la voz de los escritores de los demás países. Solo en el pueblo hablarán su fuerza, en las organizaciones creadas por el pueblo, en los  partidos de izquierda (palabra, por cierto, altamente prostituida en los días mexicanos actuales a la que debemos rescatar), a los que urge asumir su compromiso histórico para que junto con el pueblo que representa, con sus escritores y sus artistas, alcancen la libertad del hombre, para que el hombre sea el dueño real de su destino y evitar por todos los medios que Sócrates vuelva a ser llevado al recipiente de la cicuta; que Galileo sufra los embates del encono; que Neruda sea perseguido por sus ideas políticas, y José Revueltas vuelva a su larga cadena de prisiones.

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Roberto López Moreno. Chiapas, México. 1942. Licenciado en Periodismo. Poeta y narrador. Autor entre varias decenas de títulos de los libros La curva de la espiral, Vuelo de tierra, El libro VI (La construcción de la rosa) y Meteoro.  Este texto forma parte de su  libro de reciente aparición La nave de los locos, que es una crítica sobre la literatura, la política y el periodismo.

 

 

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