Pandemia: El problema del Estado y el nuestro

Gerardo de la Fuente Lora / Reflexiones Marginales
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No asistimos, en sentido estricto, a una crisis de la salud, sino a una crisis de los servicios de atención a la salud; la diferencia entre ambos fenómenos es crucial para la descripción y comprensión de la experiencia de vivir la era del coronavirus. La letalidad de la enfermedad denominada covid-19, es muy baja, girando alrededor del 2 o 3% de los enfermos, en los escenarios más extremos. En la fecha en que escribo estas líneas 19 de abrilel número de muertes a nivel mundial es de 158 443, y la cantidad de contagiados asciende a 2 millones 310 mil 572. Considerando que el planeta tiene actualmente una población de alrededor de 7 700 millones de habitantes, el número de contagiados significa aproximadamente el .03%, y el de decesos el .002%. Más del 80% de quienes se contagian sufren un leve catarro o tal vez incluso no experimentan síntomas. De los que necesitan atención médica en hospital, la inmensa mayoría se recupera aún si con frecuencia requieren apoyos mecánicos para sostener su respiración en los momentos críticos.

Es cierto que en algunos grupos poblacionales, especialmente las personas de la tercera edad, y aquellos con padecimientos crónicos, la mortalidad puede ser mayor, pero aun así no estamos ante la peste negra, y no es cierto que se vea caer a la gente como moscas. Muchas otras enfermedades, incluyendo la gripa común, el cáncer, la diabetes, la malaria, o, en su caso, la desnutrición, producen muchas más muertes anualmente que el actual coronavirus.

El problema con el coronavirus es que es muy contagioso, y ello ocasiona que mucha gente caiga enferma al mismo tiempo, saturando y rebasando las capacidades de atención que ofrece el Estado. En una suerte de círculo vicioso, la falla de la atención pública puede incrementar la letalidad del virus, pues, en efecto, muchas vidas podrían salvarse si existiera el número adecuado de ventiladores, camas, insumos y personal capacitado para atender a todos los demandantes de servicios.

Aun así no estamos ante el estremecedor horizonte de poblaciones enteras siendo arrasadas por la enfermedad, sino ante una proliferación inusitada de catarro fuerte, ¿cuál es la situación real que enfrentamos, y que ocasiona las medidas extremas de aislamiento y control de poblaciones e individuos a que se ha llegado? Sin duda hay un problema real, eso no puede negarse y no es el caso de recurrir a teorías ya no sólo de la conspiración sino de la simulación inaudita. Pero lo que enfrentamos no es, de cierta forma, un problema nuestro, relativo a las limitadas capacidades de nuestros cuerpos, sino que estamos ante un problema del Estado: la que se muestra como escena terrorífica, ciertamente, es la saturación de los hospitales, con gente en los pasillos o en las calles agolpándose y luchando por un ventilador, pero, sobre todo, lo verdaderamente tremendo sería la sublevación social que sobrevendría de presentarse un cuadro generalizado de ese tipo, pues más allá de los enfermos, nosotros, sus parientes y amigos, encabezaríamos sin duda las protestas que dejarán sin cabeza al Estado, de manera literal, estilo Revolución francesa.

La pandemia no es, entonces, un problema nuestro, sino una tribulación estatal. Es esa institución la que tiene que garantizarnos servicios de salud de calidad, eficientes y para todos los ciudadanos. El contrato social que rige las sociedades contemporáneas, no otorga el poder a los gobernantes a cambio de la oferta de seguridad para los individuos, como fue el caso en los tiempos de El Leviatan, de Hobbes. El New Deal, el nuevo pacto que rige nuestra convivencia después del giro biopolítico estudiado por Foucault, fundamenta el poder del Estado en la provisión de un bien nuevo, que no es la seguridad, sino la salud: el mantener el cuerpo en condiciones de sobrellevar la vida sin más, la nuda vida, hubiera dicho Giorgio Agamben. Hace tiempo que sabemos que el Estado no nos va a salvar frente a la violencia del crimen; es más, ya ni siquiera exigimos que lo haga, pero si hubimos cedido en ese reclamo, fue porque asumimos, en cambio, que el aparato estatal cumpliría con su función de preservar nuestra salud, nuestra sobrevivencia. Es lo mínimo que podríamos esperar.

Este New Deal que otorga la obligación al Estado de velar por nuestra vida, deriva directamente de uno de los aspectos del anterior contrato social moderno, aquel que teorizaron en su momento Hobbes, Locke, Rousseau, Montesquieu, Hume y tantos otros, y que fue estudiado brillantemente por Norberto Bobbio, quien le llamó Modelo Iusnaturalista. Un aspecto de esa forma clásica de explicar los fundamentos de la política, que no fue puesto suficientemente de relieve por Bobbio, por Albert O. Hirschman u otros, fue señalada incisivamente por Friedrich Hayek, quien hizo notar que en la concepción clásica del pacto que da lugar a la formación del Estado, no sólo se transfieren a uno solo el poder y los derechos de todos los demás, sino que también se trasladan al Leviatan conocimientos. El Estado moderno concentra y crea un conocimiento superior al de cualquier individuo. Hay que obedecer al gobernante no sólo porque tiene poder, sino, sobre todo, porque sabe más que cualquier ciudadano, porque posee una cualidad epistémica superior a la de cada uno de los participantes en la sociedad.

En el siglo XX esta superioridad epistémica se realizó concretamente a través de la construcción de la estadística como el saber definitorio, propio y exclusivo del Estado. La máquina burocrático-estatal contemporánea, nace y se desarrolla a partir de los sistemas de cuentas nacionales; no podría haber Estado, hoy, si no se hubiera inventado el concepto y las operaciones del producto interno bruto, ni todos los dispositivos a través de los cuales la administración pública nos cuenta. ¿Por qué hay que hacer caso, hoy, de lo que digan los científicos para enfrentar el Coronavirus? No porque sean científicos, o no sólo por eso, sino porque son los conocedores de las estadísticas que aparecen al lado de los señores a los hombres armados.

Como ha señalado el filósofo francés Bernard Stiegler, el poder del Estado es estadístico, y por eso la situación de pandemia significa el escenario idóneo para su ejercicio pleno. (Muchas revueltas actuales contra el Estado pasan a través del disputarle su monopolio estadístico. Así, Occupy Wall Street ofrece números diferentes a los que brinda el FMI, dice: “99% contra 1%”; de igual forma, por poner sólo otro ejemplo, las mujeres organizadas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ofrecen cifras alternativas sobre la agresión a las mujeres que los números que suelen manejar las autoridades. Como ha subrayado el sociólogo Jodi Dean, disputarle al Estado los números es un aspecto definitorio y crucial de las luchas de resistencia contemporáneas).

De manera sorprendente y paradójica, la pandemia vino a poner nuevamente en el centro a los Estados nacionales, en el momento en que muchos autores, politólogos, economistas y filósofos por igual, venían poniendo en duda su eficacia, futuro, e incluso existencia. La globalización, con sus flujos de capitales, drogas, migraciones, con la hibridación general de las culturas que trae consigo, entre otros fenómenos, parecía colocar a lo estatal en el cuarto de trebejos, bajo el cuidado de los ratones, junto con el arco y la rueca. Pero he aquí que, de pronto, la única instancia capaz de enfrentar eficazmente la amenaza del coronavirus, parece ser el Estado, con sus hombres armados y sus estadísticas. Que lo estatal está de regreso puede constatarse porque vuelve con su insignia principal, el Estado de emergencia. Ya lo dijo en su momento Karl Schmidt: sólo gobierna el que es capaz de decretar el Estado de excepción.

El problema es que este revival del Estado resulta altamente paradójico. En primer lugar porque no es ninguno de los aparatos nacionales el que decreta el Estado de excepción, sino que quien lo dicta es un ente no soberano, a saber, la Organización Mundial de la Salud. Los pequeños leviatanes regresan tutelados por una entidad que al parecer los supera en el terreno que se supone debería ser el suyo, el de las estadísticas. Los números importantes son los de la OMS, instancia que no es un Estado ¿o si lo es?

Más importante resulta, en segundo lugar, que los gobiernos nacionales decretan la Excepción y subvierten la convivencia ordinaria de sus poblaciones, no porque haya estrictamente un problema de salud, sino porque enfrentan una insuficiencia radical del propio Estado. El aparato estatal, los hombres armados como les llama Engels, detienen el curso de la vida de todos, muestran su músculo y poder, para que pueda ocultarse el hecho de la incapacidad del Estado para cumplir su promesa de salud a la población. Así que su grandeza y soberanía, recién recuperadas, parecen minadas desde abajo.

El problema del Estado, que no nuestro, consiste en que el número de contagios resulta vertiginoso y desfonda las capacidades de atención; por ello, más que una dificultad de salud lo que se enfrenta es una situación de administración, de gestión. No se puede parar la enfermedad, pero es posible hacer es disminuir su ritmo para que no todo mundo se enferme al mismo tiempo, sino que se vaya enfermando dosificadamente, de pocos en pocos, para que no revienten los servicios de salud.

¿Pero esa política la domesticación, el control masivo de la población, el encerramiento en una casa que no todos poseen y que con frecuencia no es un hogar, la separación de los cuerposes la única posible? La lógica más básica indica que por lo menos hay dos cursos de acción: o se disminuye el ritmo de los contagios, que es lo que se ha hecho hasta ahora, o bien, se incrementan exponencialmente y en un muy breve lapso, las capacidades de atención de los servicios de salud. ¿Por qué no, en lugar de condenar a todos al aislamiento, producir urgentemente, ya, ahora mismo, 2 millones de ventiladores, y de insumos, y de personal de salud adecuado? ¿Es imposible? ¿Cuántos automóviles se producen diariamente en el mundo? Seguramente más de 2 millones: ¿No se pueden emplear esas fuerzas productivas para asistir la respiración de absolutamente todos los que se enfermen, de tal suerte que podamos seguir abrazándonos? ¿Falta de recursos? ¿Y si se emplean para ello los bienes y recursos orientados a la producción de armamento? El Estado nos adjudica a nosotros un problema que él mismo parece no estar dispuesto a resolver.

La gente común no es tonta y se da cuenta, sin duda, de las contradicciones y paradojas que rodean la actuación estatal en la pandemia. ¿Por qué quedarse todos en casa por una enfermedad que produce por lo general catarro? El recurso usual de los Estados autoritarios Colombia, Brasil, Perú y tantos otros, consiste en poner en la calle a los hombres armados para meter y mantener a todo mundo dentro de su casa. Pero ello no es suficiente frente a la irracionalidad que supone el ejercicio de esa violencia, a causa de una oleada de gripa fuerte. Así que, para lograr que su acción sea mínimamente eficiente, los Estados se dedican a promover el miedo, a crear pánico, a controlar por medio del terror y del fantasma de la peste negra. Los medios de comunicación, desde luego, su suman a esta estrategia pues, como señaló en su momento Louis Althusser, los media forman parte de los aparatos ideológicos del Estado. Así que se difunden por doquier, y con frecuencia se inventan, escenas de cadáveres amontonados y de personas reclamando aire, oxígeno, desesperadamente. Féretros en las calles de Guayaquil, fosas comunes repletas en Lombardía. Pero ni así acaba de pasar del todo el relato de la peste negra y las personas porfían para salir de casa, violando las normas de la prudencia. ¿Por qué los estados, por lo general, aunque me parece que en esto México constituye una de las poquísimas excepciones, no presentan la verdad la baja letalidad del virus, las pequeñas probabilidades de contagiarse y moriry argumentan, lo que es cierto, que aún con ello el aislamiento social es la mejor opción mientras no crezcan las capacidades de los servicios de salud? No dicen la verdad porque hacerlo sería reconocer la debilidad del Estado que paradójicamente se muestra tan fuerte que puede decretar la condición de excepción.

La pandemia fue lo mejor que pudo pasarle a los Estados que estaban enfrentando diversas subversiones sociales. Ya nadie se acuerda de las grandes marchas por una nueva constitución en Chile, no se habla más de los migrantes, ni de la gran marcha feminista, ni del paro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ante una cuestión de vida o muerte, todo lo demás pasa a segundo plano. Como en la doctrina del Shock estudiada por Naomi Kline, la situación extraordinaria por la que atravesamos comienza a ser aprovechada por los poderes para imponer cosas que, en situaciones normales, nunca habríamos aceptado. Ocasión para deportar a los migrantes, para disminuir costos laborales; en las universidades, coyuntura idónea para aligerar el problema de los profesores de asignatura, de los movimientos estudiantiles y feministas, llevando toda la formación en línea.

Desde la época de Marx la irrupción de las masas marcó el movimiento de la historia. Hermann Broch, Ortega y Gasset, Elías Canetti, entre otros, dieron cuenta del poder inaudito del estar juntos y actuar muchísimos a la vez. La manipulación de las masas llevó a los totalitarismos, pero, a la vez, el desencadenamiento de los todos-juntos trajo consigo revoluciones y cambios progresivos. El siglo XX fue el de la lucha por la formación, conducción y domesticación de las masas, de los grandes números, del tantísima gente. Ciudadanos o consumidores agrupados en malls o plazas públicas. La estadística estatal y la política de masas fueron fenómenos gemelos de la modernidad. Sin embargo, hoy, en la hora del regreso de los Estados, las masas están disueltas por el coronavirus, y, a menos que algo cambie, no volverán a formarse porque es de preverse que nuevas y nuevas cepas víricas ataquen al ser humano que se creía, hasta hace poco, ya libre de depredadores.

El fenómeno de lo masivo en nuestras sociedades hace tiempo que superó los umbrales de lo sostenible y vivible. Metrópolis de decenas de millones de habitantes; centros comerciales como hormigueros, estadios en los que pueden caber ciudades; universidades con centenas de miles de alumnos; aglomeraciones que paralizan las calles cotidianamente y producen gases de efecto invernadero, en fin, obsolescencia programada que garantiza la reproducción ampliada permanente de todo lo masivo. Todo eso ya no puede seguir y el coronavirus no es sino un síntoma más de esa insostenibilidad. Tenemos que disminuir los amontonamientos y movernos en escalas de contacto más pequeñas, manejables, vivibles. Sin embargo, ese cambio en la articulación de lo masivo debe partir de la decisión libre de la sociedad y los ciudadanos, y no de los poderes estatales y económicos que ahora descubren la forma y los dispositivos para mantenernos separados. No únicamente por medio de los ejércitos en las calles y el miedo, sino también a través de la entrega individualizada, a domicilio, de alimentos, informaciones, educación, bienes, y futuros individuales: el perfil, la identidad de cada uno, y el futuro de esa identidad vueltos mercancías y comercializados en Facebook, YouTube, Netflix y toda la panoplia de “redes sociales”.

Para la izquierda, para los rebeldes y contestatarios, el aislamiento y la disgregación de lo colectivo es una estrategia de desarme. La huelga, el paro, la marcha, la protesta, el piquete, el cacerolazo, todas esas acciones dependen del juntarnos, del hacer fuerza con los cuerpos, de mostrar el poder del nosotros. Aislados no hay poder común, sino sólo, quizá, testimonio numérico de una opinión entre otras, como tantas que se procesan cada día en change.org. Así que, si queremos que la potencia de la rebelión siga existiendo, tenemos que obligar al Estado a que cumpla su papel y resuelva su problema de insuficiencia de servicios de atención a la salud. En lugar de domesticar a la sociedad, que mejore sus hospitales y equipos. Y que lo haga de tal manera que no haya ninguna epidemia por venir que lo rebase. Si es necesario reorientar la economía, la propiedad, las instituciones, que se haga, pero que no sean sus insuficiencias las que nos obliguen a desarmar nuestra protesta, nuestra vida.

El problema de la insuficiencia de servicios de salud es del Estado. El nuestro es como queremos vivir juntos, en qué proporciones de carnalidad y virtualidad, de cercanía y distancia, vamos a movernos. Pero sobre todo nuestra cuestión es con qué calidad queremos vivir la vida, ¿infinitamente solos con tal de sobrevivir? ¿Qué lugar debemos otorgar a la muerte en nuestro horizonte? Y plantearnos esta pregunta no porque falten camas y ventiladores, no por el coronavirus, sino porque somos la comunidad ética de los humanos.

Bibliografía

Agamben Giorgio, Homo sacer. El poder soberano y la vida desnuda, Argentina, Adriana Hidalgo, 2016.

Bobbio Norberto y Bovero Michelangelo, Origen y fundamentos del poder político, 1ª edición, México, Grijalbo, 1985.

Dean Jodi, The communist horizon, Londres, Verso, 2012.

Foucault Michel, Seguridad, territorio, población, Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2006.

Hayek Friedrich, Individualism and economic order, EUA,University of Chicago Press, 1948.

Hirschman Albert O, Las pasiones y los intereses, México, Fondo de Cultura Económica, 1978.

Stiegler Bernard, Dans la disruption. Comment ne pas devenir fou? París, Babel, 2016.

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