México, el T-MEC y el comercio con China

Jorge Faljo
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El Senado estadunidense ratificó el nuevo acuerdo comercial entre México, Estados Unidos y Canadá conocido como T-MEC o USMCA (en inglés). Solo falta que Canadá y su parlamento hagan lo mismo.

El T-MEC abandona el concepto de libre comercio ante la exigencia de Donald Trump de pasar a un “comercio justo”; es decir un intercambio comercial esencialmente equilibrado. Bajo el TLCAN México pudo venderle a Estados Unidos mucho más de lo que le compraba; en los últimos años hemos tenido un superávit comercial (más ventas que compras) de alrededor de 80 mil millones de dólares.

Con el T-MEC se establecen no solo condiciones a las exportaciones mexicanas, sino al funcionamiento de toda la economía nacional, que apuntan a corregir ese desequilibrio comercial. Dos son las vertientes principales de cambio. Una es la exigencia de un mayor contenido regional, es decir generado en cualquiera de los tres países del tratado, en las exportaciones mexicanas a Estados Unidos.

Esto afecta de manera importante al modelo exportador de México que en buena medida lo que hace es ensamblar materiales y componentes provenientes del sureste asiático. Hemos empleado los dólares del superávit con Estados Unidos para financiar un déficit de tamaño similar en el comercio con China.

Una segunda vertiente de cambio inscrita en el T-MEC es reducir la diferencia de ingresos entre la mano de obra estadunidense y la mexicana, donde la segunda a duras penas gana alrededor de la décima parte que la primera. El nuevo acuerdo establece cuotas de producción de automóviles en las que los trabajadores deben ganar un mínimo de 16 dólares la hora; lo que solo se cumple en los otros dos países.

Otra medida orientada a la nivelación salarial tendrá un impacto más generalizado; es la exigencia de que en México se acaben los contratos de protección, los sindicatos blancos y evolucionemos hacia una transparente democracia sindical y un marco de justicia más favorable a los trabajadores.

Dado el grado de integración de la economía mexicana a la estadunidense es mejor cualquier acuerdo que ninguno. El presidente López Obrador festejó la aprobación de Estados Unidos diciendo que con este tratado habrá más confianza para invertir e instalar empresas en México, para que haya trabajo con buenos salarios y bienestar para el pueblo.

Tal vez una condición necesaria, pero, de acuerdo al secretario de Hacienda, Arturo Herrera, el nuevo tratado no es suficiente para impulsar la economía. Sobre todo si vemos que en 2019 México tuvo un crecimiento cero y aunque el pronóstico para este año es ligeramente positivo, no deja de estar basado en el optimismo simplista de costumbre.

Tampoco son muy buenas las perspectivas de crecimiento de la economía mundial. Y en este contexto Trump acaba de firmar con China la fase uno de un acuerdo comercial con una orientación similar a la del T-MEC. El acuerdo básico es que China se compromete a elevar sus compras de productos estadunidenses en 200 mil millones de dólares en los próximos dos años. De este modo se reducirá en una porción substancial el gran déficit estadunidense con ese país que en 2018 fue de 419 mil millones de dólares. Aunque los aranceles impuestos por Trump lo redujeron en casi 70 mil millones en 2019.

Con este acuerdo lo que recibe China es que no se cumpla la amenaza de imponer aranceles a 160 mil millones de dólares de importaciones electrónicas (celulares y laptops), y que se reduzcan los aranceles del 15 al 7.5 por ciento en otros 112 mil millones de dólares de importaciones. Importa señalar que Estados Unidos mantendrá altos aranceles, del 25 por ciento para 250 mil millones de dólares de otras importaciones chinas.

Tanto el T-MEC como el acuerdo fase uno con China establecen reglas de administración del comercio favorables a los productores estadunidenses. Esto supuestamente revertiría, al menos en parte, la pérdida de unos 5 millones de empleos industriales estadunidenses bien pagados en los últimos 30 años, y también revitalizaría a su sector agropecuario, sobre todo por mayores ventas de soya y carne de cerdo.

Los dos tratados introducen modificaciones sísmicas que impactarán en los próximos años el comercio internacional y la economía mexicana.

No se prevé que las mayores compras de China a Estados Unidos revitalicen un comercio mundial en decadencia. Lo más probable es que China reduzca sus compras provenientes de otros países.

De manera paradójica puede afirmarse que el acuerdo entre Estados Unidos y China es más favorable para México que el T-MEC. Ya la disminución del déficit estadunidense con China en 2019 colocó a México como el principal país proveedor de Estados Unidos. Es una señal de la oportunidad que se abre para nosotros en la medida en que Estados Unidos fuerza la reducción de su déficit con China.

Solo que esa oportunidad no será aprovechable sin una estrategia definida de crecimiento industrial esencialmente substitutivo de las importaciones de componentes chinos. A eso nos lleva el T-MEC y, si cumplimos sus requisitos, podría fortalecer las exportaciones mexicanas.

Solo que el costo de avanzar en la substitución gradual de China como proveedor estadunidense es hacer lo que hace el país asiático; elevar sus compras de productos de Estados Unidos. Lo que no puede hacerse bajo la ya rebasada filosofía del libre comercio y requiere de un intercambio administrado.

En una perspectiva mundial de bajo crecimiento, sobreproducción y debilidad de la demanda necesitaremos de medidas audaces de transformación de la economía nacional. Debemos perder la ventaja comparativa que nos han dado los salarios de hambre y pasar a una estrategia de fortalecimiento del mercado interno asociada al incremento de la producción nacional.

Las transformaciones en puerta y el aprovechamiento de sus oportunidades requieren de un Estado fuerte, rector de la economía, que abra oportunidades a la inversión privada en una estrategia de substitución de importaciones orientales tanto por producción interna como por el incremento de importaciones trinacionales que impone el T-MEC.

 

 

Micro potencias de desarrollo: El caso Oaxaca

Jorge Faljo
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Oaxaca ha destacado en una peculiar competencia, la de obtener recursos de programas federales orientados al desarrollo social, rural y ambiental. Recuerdo un caso particular, de hace años, en el que funcionarios de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), encontraban que Oaxaca obtenía una tajada desproporcionadamente grande de los recursos de un programa de reforestación. Se llevaba algo así como la tercera parte del presupuesto destinado a todo el país. Lo que no parecía justificable y era difícil de explicar.

Parte de su preocupación era que pudiera pensarse que tenían un sesgo o simpatía desmedida por Oaxaca. No era así.

Los recursos de ese programa se distribuían mediante el mecanismo usual empleado por la mayor parte de las entidades y programas orientados al medio rural. Usado, por ejemplo, por las secretarías de agricultura, medio ambiente, reforma agraria, desarrollo social, la Conafor y otras.

El mecanismo ha sido lanzar una convocatoria en internet llamando a la presentación de proyectos. Éstos, según la dependencia y programa, podrían ser productivos, de reforestación, enfocados en áreas naturales protegidas. Existen innumerables programas con este tipo de orientación general que podría llamarse de desarrollo rural.

El mecanismo institucional usual enfrenta problemas, para empezar no está al alcance de todos enterarse de una convocatoria en internet. A partir de ello hay que cumplir los requisitos de la invitación, pagar a un técnico o despacho para la elaboración de un proyecto que parezca viable, todo ello respaldado por los papeles legales de la comunidad, ejido o grupo. Esto requiere acuerdos y liderazgos adecuados dispuestos a correr el riesgo de que a fin de cuentas esos esfuerzos no fructifiquen.

Por ello en ocasiones los proyectos escasean o tienen una mala factura. Bajo este mecanismo se han inyectado ingentes recursos públicos en proyectos fracasados.

El reparto centralizado de recursos es controvertido, sobre todo desde la óptica de la burocracia local que con frecuencia considera que su mejor conocimiento de los personajes y organizaciones locales les permitiría una mejor asignación de recursos. Una opción que fue satanizada desde la administración de Vicente Fox al temer que la burocracia local tuviera lealtades priistas y dirigiera los recursos a organizaciones de ese partido. Por ello decidió centralizar en extremo la asignación de recursos.

Pero volvamos al tema de inicio. El caso es que Oaxaca ha sido una potencia generadora de proyectos de desarrollo rural; los que pueden ser productivos, de reforestación y, en general los aprovechables por campesinos.

Lo que inquietaba a los directivos de un programa de reforestación, era ¿cómo es que Oaxaca, siguiendo las reglas del juego, lograba acaparar con sus proyectos una proporción desmedida de recursos? Esto es un mero ejemplo de una capacidad que considero significativa y que es aplicable tanto a este programa como a muchos otros, de diversas entidades públicas que también concursan sus recursos.

La explicación de fondo es que Oaxaca tiene 570 municipios y de ellos 418 se rigen por usos y costumbres indígenas. Lo cual contrasta con que los otros 30 estados del país tienen, entre todos, 1,888 municipios. Un promedio de 63 municipios por entidad.

Los municipios de Oaxaca se distinguen por su pequeñez demográfica; el promedio estatal es de 7 mil habitantes por municipio. Pero esta cifra es mucho menor para los 418 municipios de usos y costumbres. En el extremo 30 municipios tienen menos de 420 habitantes cada uno.

Estos municipios funcionan con sus propios mecanismos de toma de decisiones; sean asambleas comunitarias, consejos de ancianos y otros. El sistema en su conjunto permite una buena representación de cada pueblo indígena, incluso los grupos más pequeños.

Los micro municipios indígenas de Oaxaca tienen una doble característica: la toma de decisiones es muy cercana a los intereses de su población indígena y campesina; y gracias a que son estructuras de gobierno reconocidas, que reciben algunos recursos públicos, han desarrollado capacidades técnicas para, por ejemplo, elaborar proyectos (productivos, forestales y de otros tipos), que son competitivos en las convocatorias de las entidades federales.

Conjuntar democracia participativa es la clave de la potencia oaxaqueña para generar proyectos y atraer recursos.

Desconcentrar la toma de decisiones públicas y acercarse a la población local es hoy en día el mantra de los organismos internacionales como el Banco Mundial, CEPAL u OCDE. Va de la mano con el planteamiento de democracia participativa que hace el Plan Nacional de Desarrollo de esta administración. La conclusión es que sea en los pueblos, comunidades, ejidos, municipios que ellos definan la ruta de su propio desarrollo.

El país no ha marchado en ese sentido en los últimos 40 años. La Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Oaxaca, es un garbanzo de a libra. Esta ley fue emitida en 1998, tras años de consultas, negociaciones y preparativos.

La tendencia nacional ha sido restar capacidades y poderes a las comunidades, ejidos y municipios y substituirlos por decisiones centralizadas. Es un esquema que muestra fallas múltiples: deterioro de la cohesión social, incapacidad para tomar acuerdos y hacerlos cumplir, deterioro del medio, creciente inseguridad y violencia. Y es que el gobierno central, sea de derecha o izquierda, no puede substituir a los mecanismos de gobernanza local.

Es hora de revertir el camino. Así que, de plano, propongo oaxaqueñizar a todo el país. Promovamos, donde sea viable los micro municipios rurales; institucionalicemos estructuras de gobierno sub-municipales, recuperemos y respaldemos al ejido y a las comunidades como nivel de gobierno.

De lo que se trata es de institucionalizar la descentralización de la toma de decisiones y las capacidades locales para diseñar su propia ruta de desarrollo. Hagamos viable la democracia participativa como motor del desarrollo y del cambio impulsado desde abajo.

 

 

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