Juan Diego, ¿símbolo de la mexicanidad?

José Cabrera Parra
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Corría el año de 1543 cuando fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México dio a la publicidad su libro intitulado Doctrina breve en el cual, utilizando lenguajes al alcance de los indígenas resumía las enseñanzas que se habían impartido desde su llegada a México en el año de 1531. En este documento, al igual que en muchos otros salidos de la pluma del obispo, no se hace mención alguna de las supuestas apariciones de la Virgen en el año de 1532, es decir 11 años antes de la fecha señalada; y desde luego, nada dice el prelado del supuesto de que él había recibido de un indígena llamado Juan Diego un ayate en el cual la propia madre de Dios hubiera estampado su imagen.

Si bien ese sólo dato anterior resultaría prueba suficiente de la inexactitud del hecho, lo que en este artículo nos interesa abordar es cierta afirmación reciente hecha por el cardenal Norberto Rivera Carrera en el sentido de que Juan Diego sería el representativo de los indios mexicanos y el padre de nuestra nacionalidad.

Afirmación especialmente audaz cuando es históricamente aceptado que el padre indígena de nuestra nacionalidad es nada menos que Cuauhtémoc, el emperador que cayó defendiendo a su patria frente a enemigos superiores en armamento.

Si bien la caída de Tenochtitlan permite la toma por Cortés habrían de pasar muchos años, más de 15, para lograr la consolidación militar de la conquista ante la constante rebelión de los aztecas –y de otras razas indígenas– que mal soportaban la dominación española y la destrucción de sus costumbres y de su religión, ciertamente politeísta.

Que la Iglesia católica, saturada de santos quisiera llevar a los altares a quien no existió, es cosa de ella; pero de allí a afirmar que ese mito llamado Juan Diego sea representativo de aquellos que pelearon junto con Cuauhtémoc hay una gran distancia. De haber existido, Juan Diego representaría, según algunos de los centenares de relatos que se han soltado alrededor de su posible canonización, al indio sometido, por propia voluntad, al poder y la voluntad del conquistador que, asociado con los frailes “evangelizadores” impusieron su religión y destruyeron sus costumbres, su historia y a sus familias hundiéndolas en la esclavitud.

Por otra parte, nuevas y risibles versiones del suceso, presentan ahora al vidente ya no como un pobrecito macehual “el más pequeño” de los hijos de María, sino como un príncipe azteca, quien tenía varias esposas y concubinas y quien era, ¡hágame usted el favor! nieto nada menos que de Netzahualcóyotl y quien por ser un gran guerrero formó parte de los Caballeros Águilas, los miembros de la elite militar de los aztecas.

Mal anda su ilustrísima el cardenal Rivera mancillando la historia y adjudicándonos metrópolis filiales, en su afán, un tanto enfermizo, de elevar a los altares un mito más a pesar de que otro Papa anterior a éste, dio de baja del santoral y el martirologio romanos a más de tres mil personajes –entre ellos San Cristóbal y San Jorge– porque la Iglesia comprobó que nunca habían existido. Pero es asunto de ellos y de quienes les crean. Nosotros, descendientes de indios tlahuicas que lucharon ferozmente en defensa de su patria como lo demuestra la batalla de Zuapapalotzin –cerca de Oaxtepec–, en donde Cortés recibió una de las primeras derrotas en su marcha hacia Tenochtitlan. De haber existido, el chichimeca Juan Diego hubiera estado muy lejos de estos indígenas patriotas.

Quédese su eminencia y quienes le sigan en su mítica aventura que nosotros, nos quedamos con Cuauhtémoc.

* Texto publicado en los números 108 de la revista Forum, de febrero 2002, y 256 de la segunda quincena de diciembre de 2012, del portal Forum en Línea.

 

 

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