Saborear la muerte a crédito

 

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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Desde que estalló la crisis de las hipotecas Subprime en el 2008, se sembró el camino de bombas para lo que ya presenta algo más que simples síntomas: la deuda mundial.

 

Una vez más ha quedado claro que eso de inyectar dinero a lo bestia para tratar de aliviar fraudes y burbujas especulativas generalmente termina en otro “crac”, peor que el que se intentó corregir, aunque los fundamentalistas del canon no se cansaron de decir que “el mercado está haciendo lo que sabe hacer: auto-corregirse”.

 

Los resultados, según dio a conocer el jueves pasado Kristalina Georgieva, la nueva directora gerente del Fondo Monetario Internacional, es que “la economía mundial ha acumulado un endeudamiento récord que implica riesgos, impulsado en gran medida por el sector privado”.

 

“La deuda mundial de los sectores público y privado combinados alcanzó los 188 billones de dólares o alrededor de 230 por ciento del producto interno bruto mundial, una suma sin precedentes”, difundió la directiva.

 

De esa manera, los pasivos mundiales aumentaron 14.6 por ciento en comparación con la estimación del FMI de abril de 2018 (164 billones). “Este incremento pone a gobiernos e individuos en riesgo si la economía se desacelera”, agregó, y dijo que "el sector privado es uno de los principales impulsores de esta acumulación, que actualmente representa casi dos tercios del nivel de deuda total”.

 

“Además, la deuda pública de las economías avanzadas está en niveles no vistos desde la Segunda Guerra Mundial”, destacó, y refirió que “la deuda pública de los mercados emergentes ha alcanzado los niveles registrados durante la crisis de deuda de los años 80. Y la carga de la deuda de los países de bajos ingresos ha aumentado considerablemente en los últimos cinco años”.

 

“La conclusión es que las altas cargas de la deuda han dejado a muchos gobiernos, empresas y hogares vulnerables a un endurecimiento repentino de las condiciones financieras”, sostuvo, y demandó medidas para “garantizar que los préstamos sean más sostenibles”, haciéndolos más transparentes, e incluso reestructurarlos mediante prestamistas no convencionales, como países con reservas más que abundantes, como China, por ejemplo.

 

Para ponerlos en palabras de Anselm Jappe, “el mundo está saboreando la muerte a crédito” (“Crédito a muerte”), pero desde que estalló el último crac nada se hizo por modificar la situación, particularmente en el caso del mundillo financiero, donde estudiosos lo han comparado con un ambiente mafioso que ya nada tiene que ofrecer, salvo desplegar su codicia acumuladora por el mero apetito de acumular, esencialmente explotadora.

 

Porque esa deuda por supuesto no ha generado mejores condiciones de vida para millones y, sí en cambio, ha succionado recursos provenientes de las arcas de las hacienda pública, es decir, de impuestos pagados por los trabajadores, por las pequeñas y medianas empresas, etcétera.

 

Póngase el caso de México, que está en la lista de los diez países más endeudados del mundo, con más de 10 billones de pesos o poco más del 44.1 por ciento del PIB: este año de crecimiento económico cero, está previsto que se pague, tanto sólo de intereses y comisiones, la friolera de 927 mil 850 millones 600 mil pesos (casi lo que se debe del eterno Fobaproa, hoy IPAB, tras el “diciembrazo” timador-especulador “Salinas-Zedillo” de 1994).

 

Según las antiparras capitalistas, “todo está dentro del margen”, es decir, el PIB permite eso y hasta más, si se ve además que en tierra de ciegos el tuerto es rey: Italia tiene una deuda de 151 por ciento en relación con su PIB; Francia, 124 por ciento; España, 113 por ciento; Estados Unidos, 110 por ciento; Canadá, 94 por ciento; Irlanda, 71 por ciento y Alemania, 66 por ciento.

 

Pero medido con otras anteojeras el impacto es más que brutal; de entrada, la deuda de más de 10 billones es casi el doble del gasto del gobierno federal para el ejercicio fiscal 2019, que quedó en 5.8 billones.

 

Y el solo pago del servicio (intereses y comisiones) representa cuatro veces el gasto en programas sociales (252 mil millones de pesos), tres veces el presupuesto en educación (308 mil millones de pesos) y cerca de 200 mil millones menos que el gasto del Instituto Mexicano del Seguro Social y las aportaciones para estados y municipios.

 

También, el pago por ese concepto es casi diez veces más que lo que se canaliza a pensiones (100 mil millones de pesos), donde, eso sí, el griterío capitalista no deja de “encender” las presuntas alarmas con la aviesa intención de continuar eliminando prestaciones, al tiempo de utilizarlas para sus negocios privados (tipo Carlos Slim, con el ex NAIM del ex lago de Texcoco).

 

Se rasgan las vestiduras de que el gobierno haya presupuestado 6 mil millones de pesos para el proyecto del Tren Maya; otros 18 mil millones para proyectos portuarios y 27 mil 200 millones para impulsar una nueva política energética que, como se sabe, incluye la refinería de Dos Bocas… pero nada dicen de la escandalosa suma de casi un billón de pesos para el pago del servicio de la deuda.

 

Por eso cualquier aumento de impuestos (caso Chile, por ejemplo) así sea modesto, agita el avispero social, porque buena parte de esos fondos no son para cubrir necesidades elementales o ir cerrando la brecha de la desigualdad, sino para engordar las ya de por sí abultadas y codiciosas carteras del rentismo especulador, concentrando más lo ya concentrado.

 

¿Hay una solución a la deuda? En nuestro caso, y en el de muchos otros, sí. Pero para esos hacen falta “jefes de Estado”: recaudar donde no se recauda o se privilegia, y cobrar impuestos a ese mundillo que se mueve entre burbujas especulativas y los paraísos fiscales.

 

 

 

Sociedades desesperadas por la desigualdad

 

Jesús Delgado Guerrero / Los sonámbulos

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Las cúpulas económicas y políticas de países de América Latina de ideologías aparentemente opuestas, así como sus intelectuales orgánicos, parecen no dimensionar la situación que prevalece entre los ciudadanos.

 

Pero desde enero pasado, los estudios de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), ofrecieron el duro y crudo panorama: la tasa general de pobreza (medida por ingresos) se mantuvo estable en 2017 en América Latina, después de los aumentos registrados en 2015 y 2016, pero la proporción de personas en situación de pobreza extrema continuó creciendo, siguiendo la tendencia observada desde el año 2015.

 

De acuerdo con el informe, en 2017 el número de personas en pobreza llegó a 184 millones (30.2 por ciento de la población), de las cuales 62 millones se encontraban en la extrema pobreza (10.2 por ciento de la población, el porcentaje más alto desde 2008, cuando estalló la crisis de las hipotecas Subprime en Estados Unidos y puso a bailar a todo el mundo).

 

La CEPAL proyectó que en 2018 la pobreza bajaría a 29.6 por ciento de la población, algo así como 182 millones de personas (dos millones menos que en 2017), mientras que la tasa de pobreza extrema se mantendría en 10.2 por ciento, es decir, 63 millones de personas (un millón más que en 2017), lo cual constituye un marcado retroceso.

 

Entre las razones de todo esto está que cerca de 40 por ciento de la población ocupada en América Latina recibe ingresos laborales inferiores al salario mínimo establecido por su país. La proporción es mucho más elevada entre las mujeres (48.7 por ciento) y los jóvenes de 15 a 24 años (55. 9 por ciento). Entre las mujeres jóvenes esa cifra alcanza a 60.3 por ciento.

 

Aunque todos los reportes lo pretenden matizar, en el fondo está el recrudecimiento de la desigualdad, mientras el célebre “1 por ciento”, cúpulas de inversionistas y políticos, alimentan un capitalismo ya de por sí exaltado, más propenso al rentismo especulador que a la inversión productiva y la consecuente generación de empleos bien remunerados.

 

Lo que hoy se está viendo en varios países de América Latina, como Chile, Ecuador, Haití, Venezuela, etcétera, obedece justamente a partidarios de esquemas que se resisten a cualquier modificación de sus doctrinas políticas y económicas, ya de derecha o de presunta izquierda, llevadas al extremo, sin ningún intento de moderación.

 

              Aunque Venezuela es caso aparte por la codicia que despiertan sus reservas petroleras por más de 300 años y su oro, es evidente que lo que se ha pretendido salvar es la piel de una cúpula gobernante, nunca dispuesta a defender a los suyos y a mejorar sus condiciones, sino a utilizarlos como carnada de un censurable festín. En las condiciones actuales, donde es obvio que nuestro oasis no canta mal las rancheras, es imposible no salir a incendiar las calles, tomarlas y reclamar.

 

Quienes se preguntan por qué millones han salido a las calles a protestar, a exigir un cambio y mejoras sustanciales en sus vidas, siguen apelando, desde la comodidad de los escritorios, a extremidades ficticias y a enunciados fundamentalistas que ya probaron nuevamente que son sólo metáforas felices, cargadas de infelicidad para millones.

 

Imposible refutar que el denominador común está en las expectativas frustradas, “exacerbando una enorme furia” entre sociedades desesperadas, con hombres y mujeres jóvenes en cuyo horizonte sólo se ha trazado un futuro más desigual, sin oportunidades.

 

Desde la Roma imperial se tienen noticias de que generalmente las explosiones de resentimiento no suelen ser instantáneas, pero cuando se producen son especialmente salvajes. Pero eso no está en los cálculos de los neoliberales.

 

 

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