Políticas que privilegien el bienestar y la seguridad

Fátima Soto Rodríguez
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Hace poco más de tres décadas, muchos de nosotros vivimos uno de los terremotos más devastadores de la historia reciente de la Ciudad de México. El 19 de septiembre de 1985, un sismo de 8.1 grados Richter sacudió a la capital del país, el saldo: miles de pérdidas humanas y de edificaciones destruidas. El registro aproximado de muertos se calculó en 10 mil, en tanto que los inmuebles que resultaron con daños parciales fueron contabilizados en 68 mil y el número de estructuras colapsadas en su totalidad fue de aproximadamente 30 mil.

Las cifras son estremecedoras. Por fortuna, nada comparable con el sismo que, coincidentemente, se registró también un 19 de septiembre, 32 años después: el temblor del 2017.

Luego del ritual que cada 19 de septiembre nos convoca a rendir homenaje a los muertos del 85, con un simulacro en el que participa toda la sociedad, la naturaleza nos recordó lo vulnerables que somos, y nos recordó también que debemos aprender de la experiencia para mitigar la tragedia.

Lamentablemente, sociedad y gobierno hemos aprendido muy poco de aquella experiencia: aprendimos a cultivar una incipiente y muy acotada cultura de la prevención, importante, sí, pero todavía insuficiente para el tamaño de lo que implica la prevención. Hoy existen medidas de evacuación de inmuebles muy bien establecidas en todos los edificios de gobierno, tanto federal como local.  Se ha capacitado al personal para actuar como brigadistas cuando ocurre un sismo. La labor de los brigadistas es digna de elogio, pues han aprendido a tener control sobre sí mismos y a transmitir confianza entre los que les rodean. 

Se han hecho esfuerzos en este mismo rubro para replicar el esquema de medidas de seguridad y brigadistas en unidades habitacionales y edificios de vivienda. La alerta sísmica ha sido también un acierto. Las medidas han permeado y hoy existe más conciencia entre la sociedad sobre el comportamiento que debe adoptar para proteger su vida ante un evento inevitable e impredecible.

Desafortunadamente ese ejercicio individual de concientización para la protección personal, no ha tenido una réplica en lo referente a proteger el patrimonio contra los daños que ocasionan los sismos. Los ciudadanos no hemos reflexionado en que la constante actividad sísmica que caracteriza a nuestra Ciudad de México, hace imperiosa la necesidad de contar con un seguro de vivienda que nos permita mitigar el daño devastador que causa un evento atribuible a la fuerza de la naturaleza.

Por poner un ejemplo, de acuerdo con la Asociación Mexicana de Seguros (AMIS) sólo el 8.6 por ciento de las viviendas en el país cuentan con una póliza de seguro que cubra daños por desastres naturales, como sismos, erupciones volcánicas y huracanes.

En la Ciudad de México, el 16.5 por ciento cuenta con este tipo de seguro, lo cual indica que solo 429 mil inmuebles de un total de 2 millones 601 mil viviendas registradas en el último censo del INEGI, cuentan con una garantía que cubra daños por fenómenos sísmicos, a los que estamos expuestos cotidianamente por las condiciones geográficas de la metrópoli. 

En la Ciudad, un seguro de hogar tiene un costo aproximado de los 2 mil a los 12 mil pesos anuales, dependiendo del costo del inmueble y zonas de riesgo en que se encuentra.

Por increíble que parezca, un seguro para cubrir los daños de un sismo como el que sacudió al país el pasado 19 de septiembre puede costar menos que el seguro de un auto. Por ejemplo, una póliza para un departamento de 1.5 millones de pesos en una zona con bajo riesgo sísmico costaría sólo ocho pesos diarios. Pensando en zonas de mayor riesgo, la prima podría llegar a 25 pesos diarios, lo que equivale a comprar un refresco de cola de 2.5 litros. Así, resulta que para asegurar una vivienda de las características mencionadas, el pago sería de 750 pesos mensuales.

Carecer de un seguro de vivienda contra sismos implica que las familias tendrán que enfrentar el costo de su recuperación con recursos propios o con apoyos del gobierno. Si bien es una obligación de la administración pública brindar todo tipo de apoyo en circunstancias de desastre provocadas por fenómenos naturales, los recursos de los gobiernos son limitados y deben atender a un principio de distribución equitativa.

¿A qué me refiero con distribución equitativa? En el rubro de daños patrimoniales, la pérdida de la vivienda es una de las más sentidas y justas demandas de apoyo económico, sin embargo un sismo provoca afectaciones a escuelas, hospitales, negocios, carreteras, zonas agrícolas e infraestructura urbana, entre otras. Es evidente que los recursos gubernamentales no alcanzan para dar atención a todas las necesidades, de ahí que tenga que hacer una distribución equitativa que privilegie, sí, a la reconstrucción de vivienda, pero que también garantice la seguridad y viabilidad de la ciudad después del sismo.

De acuerdo con expertos, la falta de pólizas que cubren daños por desastres naturales alarga el tiempo de recuperación luego de un sismo. En la Ciudad de México vamos a seguir enfrentando la recurrencias de movimientos telúricos cuya intensidad puede ser catastrófica. Recordemos que según cifras del sector asegurador, hasta ahora el desastre natural más caro en la historia de México fue el terremoto de 1985, que costó 57 mil 107 millones de pesos (cifras traídas a valor presente, incorporando inflación y tipo de cambio).

Ante esa realidad, es imperioso que el gobierno promueva leyes que establezcan una corresponsabilidad entre la autoridad gubernamental, las empresas aseguradoras y los propietarios de inmuebles para que sea obligatorio contar con una póliza contra daños por sismo.

Sin duda, el gobierno tiene la capacidad para concertar esquemas que hagan viable el aseguramiento de viviendas. A mayor volumen de inmuebles asegurados, es menor el  costo de la prima. Y bajo esa premisa cabe destacar que los subsidios bien dirigidos, son eficaces, y en temas de reconstrucción de vivienda responderían a la obligación del gobierno de mitigar, para todos, los costos económicos ante los daños ocasionados por fenómenos naturales.

Hoy día existe un subsidio al consumo de energía eléctrica y al consumo de agua potable; por qué no subsidiar también un porcentaje al pago de póliza para asegurar la vivienda, que es uno de los bienes materiales más preciados por el ser humano, tanto por su valor económico, como por la estima al lugar donde se disfruta la intimidad y la cotidianidad familiar.

Si de políticas públicas que privilegien el bienestar de las personas se trata, he aquí la propuesta para la reflexión.

 

 

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